Las cartas

Carta 33: De Emilio a Luis Miguel

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Madrid, 7 de mayo de 1941

Querido amigo Luis Miguel:

Espero sepas disculpar mi tardanza en responderte, pero tu carta no ha llegado a mis manos hasta hace dos días. Resulta que, a instancias de mi mentor don Álvaro, nos estamos mudando de nuevo, esta vez a un piso estupendo de alquiler en la calle Hermosilla, junto al Paseo de la Castellana, mucho más céntrico y a apenas media hora caminando de la Facultad, o a un ratito en tranvía. La zona es magnífica; nada que ver con los solares en obras del Paseo de Aceiteros. Aquí al lado vivía el conde de Romanones, y Cánovas del Castillo con su segunda esposa. Hay palacetes y hotelitos, jardines y lujosas dependencias. También están las oficinas del diario ABC, el precioso aunque alicaído Palacio de Larios y una iglesia evangélica alemana que se llena de teutones los domingos. Incluso hemos conseguido encontrar acomodo para mi buena mula, de la que me resisto a deshacerme, aunque ahora dispongo de un coche con chófer a compartir con otros profesores.

Naturalmente, el piso dispone de zona para el servicio, y de hecho se me ha insinuado que tener una única doméstica no es digno de este nuestro nuevo estatus. He tenido la pésima idea de mencionarlo al alcance de los oídos de Prado y lleva con los morros tiesos desde entonces, pero es cierto que la casa es enorme y que el trabajo va a ser mucho, además de que mi sueldo va a ser superior y lo más seguro es que podamos permitírnoslo. Es algo que aún tenemos pendiente.

En fin, que debido a estos movimientos, nuestro correo Manolo ha tardado en encontrarme, pues no se atrevía a dejar tu carta desatendida y no ha podido avisarte, dado que desconoce tu paradero, como debe ser. Al hilo de esto, quiero proponerte algo, para lo que debo ponerte al tanto de los últimos acontecimientos.

El pasado día 15 de abril defendí mi tesis ante el Tribunal de la Facultad de Medicina. Mi trabajo se ha visto recompensado con un aprobado cum laude, una felicitación especial y la sugerencia de que, dada la escasez de mentes formadas, quizá pudiera ser agraciado o bien con la cátedra de Fisiología que fue de Negrín, o con la cátedra en Dermatología que el profesor Sánchez-Covisa ha dejado vacante, cosas ambas que considero más allá de mi alcance. Yo, que soy poco más que un advenedizo, un médico de pueblo, un curandero republicano venido a más, me encuentro en una posición que me parece increíble y por la que jamás hubiera apostado. Al contrario que tantos otros, como el propio José Sánchez-Covisa, ahora exiliado en Venezuela, o su hermano Isidro, o Julio Bejarano o Víctor Cuquerella, exiliados en México, o tantos otros simplemente cesados o apartados de la docencia, como Luis Vallejo, de Serología, Manuel Hombría o Serviliano Pineda, entre muchos. ¿Por qué he sido yo tan afortunado? No puedo más que estar agradecido por mi situación, que me permite sostener a mi familia y tener un horizonte, un futuro.

De todos modos, querido compañero, no puedo ocultar que este bonito horizonte con el que estoy tan ilusionado adolece de algunos nubarrones. Como te estaba contando, ahora disfruto de la condición de estrella ascendente y por tanto, se cuenta conmigo para los eventos sociales de las clases altas para las que, hasta ahora, he sido invisible. Por tanto, fui invitado al acontecimiento de la temporada: la inauguración del Hipódromo de la Zarzuela.

Tal evento tendría que haberse llevado a cabo el pasado día 20 de abril, pero la tribuna del edificio, una novedosa construcción ideada por mi admirado Eduardo Torroja, sufrió algunos retrasos en sus acabados y hubo que posponer la fecha. Si así no hubiera sido, no me cabe duda alguna de que no hubiesen contado conmigo, pero en esta ocasión fue el propio Torroja, enterado de mi cum laude, y sin duda al tanto de los rumores acerca de mi próximo ascenso universitario, quien me invitó especialmente. Por supuesto, no tuve más remedio que acudir, aunque debo reconocer que no me resistí demasiado.

Allí, como puedes imaginarte, estaba lo más granado de la alta sociedad madrileña y gubernamental. También había muchísima gente en las gradas y viendo las carreras de pie, pero en la modernísima tribuna sólo estaban (estábamos) aquellos tocados por la varita mágica de las buenas relaciones. Las señoras iban de lo más encopetadas con los sombreros de última moda, a los que mi buena esposa no había tenido acceso, pues aún no he empezado a cobrar regularmente, pero había suplido la carencia con fantasía y con la ayuda de Prado, se había fabricado una especie de copete bastante aparente con unas plumas del gallo de nuestra vecina la Juliana. Las buenas temperaturas ahuyentaban la peletería, pero no las medias de nylon compradas de estraperlo. Sé de buena tinta que mi querida mujer se había teñido las piernas con infusión de té y Prado le había pintado la costura por la pantorrilla con lápiz de ojos. Por mi parte, llevaba mi mejor traje, algo brillante por la parte de los codos, pero aún con un buen pasar, y mi mejor sombrero, repasado de tinta y tan cepillado que hasta dejaba transparentar mis pensamientos.

Quisiera poder explicarte la borrachera de presentaciones que padecí. Recuerdo entre otros que me presentaron al nuevo agregado militar de la embajada de Argentina, Antonio Coméndez, y al reputado urólogo Fernando Sánchez-Covisa, primo de los anteriormente mencionados hermanos José e Isidro. Al contrario que éstos, Fernando es un destacado falangista que ha recibido recientemente, justo al día siguiente de la presentación de mi tesis, un homenaje a su labor. También estaba el ingeniero Eduardo Torroja, por supuesto, su subalterno Pascual Bravo, que me recibió con su rostro de desagrado habitual, y cómo no, mi ángel de la guarda, Álvaro Cervello de Guillerna, acompañado del presidente del Colegio de Médicos de Madrid, el doctor Carlos Blanco Soler, cada uno con sus respectivas señoras, excepto mi mentor, naturalmente, que es viudo.

Allí echamos la mañana, más pendientes de nosotros mismos que de las carreras que arrancaban vítores y maldiciones del público. Cada uno donó lo que pudo a la colecta en pro de los damnificados del incendio de Santander, del que asombrosamente yo no me había enterado; una capital de provincias arde durante quince días y yo vivo en las nubes, o más bien bajo los pellejos de mi tesis. Comimos jamón y otras deliciosas viandas muy alejadas de la cartilla de racionamiento, de cuya existencia hacía mucho que me había olvidado, y después del piscolabis, el doctor Blanco Soler nos invitó a una velada vespertina en su casa, donde su hija podría deleitarnos con unas canciones acompañadas al piano.

Cuando nos dirigíamos hacia el coche de don Álvaro, en la zona delantera del Hipódromo, tuve una sensación que no me es desconocida, pues la he sentido en varias ocasiones últimamente. Alguien clavaba los ojos en mí hasta conseguir que me picase la nuca. Miré alrededor, buscando a una humilde mujer morena que he creído ver otras veces en tales momentos, pero no la encontré. Nos subimos al coche y no le di más importancia.

La velada en casa del doctor fue aburridísima, en cuanto a música se refiere. Tenían un piano maravilloso que a mi tío, que era muy aficionado, le hubiera encantado tantear, pero aunque la pobre chica cantaba bien y tocaba con cierto tino, se demostró incapaz de hacer armoniosamente ambas cosas a la vez. Así que los caballeros nos escurrimos discretamente hacia una salita donde fumar con tranquilidad, y donde mi maestro por fin encontró el momento y me comunicó su intención de salir de viaje de inmediato, para reunirse en América con Gregorio Marañón. Aunque considera que aún es pronto para cederme su consulta, en la actualidad a cargo de un compañero suyo, el doctor Lamata, dado que yo todavía tengo que establecerme en mi nueva posición en la Universidad, sí aprovechó para dejarme una copia de las llaves de su piso para que le riegue las plantas y eche un vistazo de vez en cuando, y nos despedimos.

Por fin, regresamos a casa, una de las últimas noches en el Paseo de Aceiteros. Mi mujer estaba muy cansada y se acostó rápidamente, pero yo me puse ropa cómoda y aún permanecí un rato en la cocina, con la intención de preparar unos detalles de las clases del día siguiente. Mientras me fumaba un cigarrillo, dejando a la mirada vagar a través de la ventana, reparé en la mujer que me hacía sentir observado, que estaba allí, de pie al otro lado de la calle, mirando hacia mi hogar. Era relativamente joven, aunque mal conservada, de grandes ojos oscuros, y vestía de negro con un pañuelo a la cabeza. Sin pensármelo un momento, salí por la parte de atrás, salté mi propia tapia y di un rodeo para poder acercarme a ella por detrás con la ventaja de la sorpresa.

¿Sabes, amigo mío? En ese momento eché de menos no tener experiencia en el frente, sobre todo cuando me vi tras ella y reparé en que no tenía más que mis manos desnudas. Consideré la posibilidad de coger una piedra para amenazar con descalabrarla, pero pensé que quedaría muy ridículo, y además, no era capaz de llevar a cabo mi amenaza, y como tampoco sabía si estaba acompañada por alguien que estuviera oculto en la oscuridad, me contenté con darle un sobresalto y preguntarle desde su espalda qué había venido a buscar.

En el momento en que se giró hacia mí y la tenue luz del alumbrado público iluminó su rostro de cierta manera, supe a quién me recordaba. Se parecía a Francisca Molero. Me acabo de dar cuenta de que por seguridad, no te conté en su momento las circunstancias que me unieron para siempre a esa mujer, así que, comprometiéndome a darte más detalles cuando nos encontremos en persona, valga decir que Francisca Molero fue la madre de mi hijo Miguel y que ya no vive. No pienses mal, jamás se me ocurriría faltar a mi esposa, pero sí es verdad que es un tema sobre el que no querría que nadie me pidiera explicaciones.

La mujer tardó poco en recuperarse de la sorpresa y, como yo ya me esperaba, sin querer identificarse me acusó de tener algo que ocultar acerca de mi familia. Yo quise despedirla con cajas destempladas, pero mi mente culpable me impedía armar un escándalo para alejarla de allí. Ella lo advirtió y me pidió dinero si quería vivir tranquilo. Recuerdo que Francisca me comentó que tenía una hermana sirviendo como interna en una casa de Toledo, pero aquella mujer, que indudablemente guardaba gran parecido físico con la fallecida, tenía aspecto de llevar mala vida y de no haber cobrado un sueldo en varios meses. Por tanto, era una persona desesperada y no le quedaban muchos límites que traspasar. Más me valía tener mucho cuidado.

No quise ceder. Negué saber de qué me hablaba, la despedí con un empujón y cuando quise volver a mi casa, descubrí que me había dejado las llaves dentro, lo cual restó bastante dramatismo a mi retirada. Me tocó rodear de nuevo la casa y buscar algo en lo que apoyarme para saltar de nuevo la tapia, me vio mi vecino Antonio, me ayudó, desperté a Prado… Y cuando por fin regresé a la cocina y encendí otro cigarrillo, me di cuenta de que me temblaban las manos y de que tenía mucho miedo, sobre todo por mi familia. Pero en realidad, nadie podría probar nada.

… ¿O sí?

Aquella noche, cuando nació Miguel, mi mula quedó atada en el portal de un viejísimo edificio de viviendas durante varias horas. Cualquiera pudo reconocerla, o quizás alguien me vio salir por aquella puerta, o algún vecino pudo escuchar… Cuántas noches había perdido dándole vueltas a todo lo que podía haber salido mal, y por fin había saltado por alguna parte. Por una parte, era tranquilizador, porque ponerle por fin límites al enemigo te da poder sobre él, pero por otro lado, tenía terror de que mi pequeño pudiera salir perjudicado de ninguna manera. ¿Y si alguien lograba demostrar que su nacimiento había sido fraudulento? ¿Se lo llevarían de nosotros? ¿Luis crecería solo? ¿Qué sería de él?

De nuevo, perdí una noche de sueño pensando en cómo proteger a mi familia.

Al día siguiente, lunes, acudí a mis clases en la Universidad, otra vez muerto de sueño. No quiero preocupar a mi mujer, así que no le he dicho nada del encuentro de la noche anterior. Impartí las clases del día ayudado por mi discípulo, Ricardo, y regresé a las obras del Hospital Clínico, para echar un vistazo a un reciente grupo de refugiados que se había juntado con aquel en el que Otto, de quien no acabo de recordar si te he hablado anteriormente, aún cuidaba a un hombre a quien don Álvaro y yo operamos a la luz de una lámpara de carburo para curarle de un balazo. El hombre estaba débil, pero era joven y saludable, y era probable que saliera de aquélla y pudiera seguir camino hacia América, o hacia cualquier sitio donde no habitase la bestia de la guerra.

Ayer, martes, de nuevo seguí con mi rutina de impartir mis clases mientras mi mujer y Prado terminaban de empaquetar todo para mudarnos al piso nuevo. Pero al volver a mi despacho, encontré a dos hombres esperándome. Su aspecto no era nada tranquilizador, peinados agresivamente hacia atrás con grasa para el pelo, bigote recortado recto sobre el labio y cara de malas pulgas. Sin molestarse en decirme quiénes eran, me hicieron preguntas sobre mi interés en las obras del Hospital Clínico, sobre mi familia, sobre el contenido de mis clases, sobre mi ayudante…

Aunque el día era primaveral, un chorro de sudor me recorría la espalda. Mi conciencia intranquila revoloteaba pensando en todo lo que podía salir mal. Además, la visita de aquella mujer el día anterior había dado al traste con mis nervios. Sin duda, el interés de estos hombres se centraba en mis labores en las obras del Clínico. Temí por los refugiados en aquellos túneles.

Así que por la tarde, aprovechando los movimientos de la mudanza, acudí a la tetería Embassy y notifiqué el desmesurado interés que aquellos dos hombres habían mostrado por los trabajos del hospital. Discretamente, me dijeron tomar nota y que ya me avisarían si encontraban algo que decirme. Pero yo no puedo estar tranquilo.

Además, ayer recibí carta de mi amigo Dalmacio, ingresado en un manicomio, explicándome ciertas circunstancias previas a su encierro pero que aseguran a todas luces que su equilibrio mental está fuera de toda duda y pidiéndome que le ayude a salir de allí, al mismo tiempo que otra carta, procedente del doctor Hermógenes Rodríguez Casares, en las que éste responde a mi requerimiento y muestra su preocupación por la salud de mi camarada, afirmando que su permanencia en el sanatorio psiquiátrico donde está ingresado es sin duda lo más favorable para su recuperación. Me huelo intereses monetarios en este interés.

Cuando anoche, de nuevo atrapado por el insomnio, eché un vistazo a través de la ventana del piso nuevo y volví a ver a aquella mujer al otro lado de la calle, mirando otra vez hacia mi casa, tomé la decisión de inmediato. Aun lamentando dejar a mi mujer y a Prado con la mudanza, lo mejor es quitarme del medio unos días y dejar que las cosas se enfríen. No tengo miedo por mi esposa; es fuerte, y si no tienen pruebas contra mí, ya que me las habrían mostrado, menos las tendrán contra ella. Mañana mismo partiré hacia Asturias para ayudar a Dalmacio, restaurarlo en su Quintana y dirigirte hacia allí tan pronto sea posible, pero mientras tengo una idea.

Como mi maestro don Álvaro ha partido esta mañana al encuentro del doctor Marañón, su vivienda ha quedado vacía. Te dejo la dirección al pie de esta carta y la llave en una caja, enterrada bajo el olivo que te mencioné cuando lo de tu madre. Di a la portera que eres su sobrino y que te ha encargado que cuides la casa en su ausencia; ya hablaré yo con él y le daré las oportunas explicaciones cuando regrese.

Te dejo ya, amigo mío, tengo mucho que preparar. Recibe un fuerte abrazo de tu amigo que lo es,

Emilio.

Carta 33: De Emilio a Luis Miguel
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