Las cartas

Carta 45: De Dalmacio a Bazkoare

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Asturias, 31 de julio de 1941

Querido amigo Bazkoare:

Me alegró mucho recibir tu carta y saber de ti después de estos meses. Antes de nada quisiera que supieras que a causa de la urgencia con la que abandoné La Cadellada casi no tuve tiempo de despedirme de ti, ni de agradecerte tu apoyo. Sí, amigo, ahora me doy cuenta de que los meses que estuve internado en el psiquiátrico hubieran sido más difíciles de soportar si no hubiera sido por tu compañía. Aquí, en las largas tardes veraniegas de Asturias, a menudo recuerdo y añoro esas eternas charlas que manteníamos en el jardín del sanatorio. Además, quiero que traslades también mi agradecimiento a tus abuelos, con quienes sin duda alguna siempre estaré en deuda, pues de no ser por ellos, no hubiera podido comunicarme con el exterior y lo más posible es que aún siguiera ahí internado.

Por otro lado, también quisiera felicitarte, pues después de tanto tiempo me cuentas que al fin regresas a Oyarzun, y tus queridos abuelos retomarán su vida en su casa de San Sebastián. Puedo suponer entonces que los signos de restablecimiento que pude apreciar antes de mi marcha se han confirmado. No desesperes, amigo, llegará un día en el que puedas disfrutar plenamente de esta vida que, aunque plagada de sinsabores, está llena de momentos que merecen la pena disfrutar, y en los que podrás alcanzar esa felicidad de la que siempre me hablabas.

Como ya te dije, personalmente no creo en los ya anticuados métodos de psiquiatría que practican en el manicomio. Nunca creí que las pastillas que te administraban por orden del doctor Hermógenes Rodríguez Casares fuesen el procedimiento más adecuado ni para tu salud ni para la de ninguno de los internados, pues creo que mantener a los pacientes adormecidos noche y día no es el mejor camino para la recuperación de la cordura. ¿Ves? Hiciste bien al dejar de tomarlas. Es más, estoy completamente seguro de que tu decisión de prescindir de la medicación es la responsable de que hayan decidido darte el alta. Y permíteme decirte que estoy seguro de que tus abuelos podrían haber presionado a la dirección de La Cadellada para que se evaluara realmente tu caso y haber exigido un informe más exhaustivo de los progresos de la enfermedad que padeces.

Ahora, desde la distancia, puedo ofrecerte mi punto de vista sobre ese asunto que ya venías sospechando tanto tú como tus familiares. Me estoy refiriendo al dinero semestral que tus abuelos han estado donando al sanatorio, en tiempos tan difíciles como los que vivimos. ¿No crees que a los médicos les convenía mantenerte internado a toda costa? Aún así, reitero que aunque la resolución ha sido más tarde que pronto, al fin ha llegado tu momento, el de tomar las riendas y adueñarte de tu futuro.

Mi reencuentro con La Quintana al verme liberado de La Cadellada fue tal y como predije: mis tierras me aguardaban, manteniendo intactas todas y cada una de las solemnes cualidades que siempre las han caracterizado. Es más, a mi llegada me esperaba una carta de mi hermana Covadonga que, por las razones que te expliqué, daba por muerta, al igual que mis padres. El escrito había estado aguardando escondido en mi casa desde el año treinta y nueve. Ha pasado mucho tiempo, eso es cierto, pero ahora albergo más esperanzas de que ella ande por ahí, y prefiero creer que lejos de España y de las malas intenciones que tienen los nacionales para los que no comulgan con sus doctrinas. Fantaseo con que ella ha rehecho su vida en México, o tal vez sea Venezuela el país donde disfruta de la libertad que tanto anhelaba. Cuando salí del manicomio, mi amigo Emilio estuvo unos días aquí conmigo, pero sus obligaciones en Madrid le obligaron a marcharse rápidamente. Y aunque ahora ha vuelto a La Quintana, lamentablemente ha sido en unas circunstancias muy diferentes. Luego haré referencia a esta y a otras cuestiones.

Sobre mi situación actual, tengo que decirte que no es óptima. Me atrevería a decir que, si no es la peor, es la más conflictiva en la que me he podido encontrar desde que entraron los nacionales para quedarse en Asturias, ya que estoy siendo víctima de una concatenación de sucesos fortuitos que han estado sucediendo a mi alrededor, y créeme si te digo que ni Emilio ni yo teníamos que ver con ellos, aunque sí afrontamos las consecuencias. Y es que, amigo Bazkoare, tengo la sensación de que me ha sido arrebatada la poca suerte que creí tener desde que terminó la guerra. La ventura se ha apartado definitivamente de mi lado… bueno, de nuestro lado, porque como te he dicho antes, Emilio esta ahora aquí conmigo.

¿Recuerdas a mi amigo Luis Miguel? Creo recordar que te lo mencioné en algún momento. Bien, el desgraciado, que arrastraba ya una grave dolencia, vino a mi casa por prescripción médica. Tengo que confesar que en un principio realmente creí que los aires y los frutos de Asturias podrían hacer algo por él, pero pequé de ingenuo. Lo cierto es que vino aquí a morir. Este amigo, que mantenía una fluida correspondencia con Emilio desde que acabó la guerra, le escribió una última carta en su lecho de muerte. Ya ves, el pobre hombre, en su intento de despedirse de él, ya no era ya capaz ni de sujetar la pluma, así que dictó unas últimas palabras que transcribí. A las pocas horas falleció.

Pero la mala fortuna quiso ir más allá, ya que Emilio se presentó en mi casa cuando el cuerpo de Luis Miguel estaba aún caliente. Venía acompañado del marchante de aceites que se ha ocupado de hacernos llegar la correspondencia durante este último año, quien, al parecer, además de al aceite también se dedicaba al contrabando, y ha sido denunciado además por colaborar con el maquis. Me pregunto quién vive tranquilo en este país.

Cuando le entregué a Emilio las palabras que su amigo me había dictado para él, fue incapaz de leer tres líneas sin interrumpirse. Pobre Emilio, nunca he visto llorar a nadie con tal desconsuelo. Yo sé cómo es, y la devoción que profesa a sus amigos, y la suerte que tenemos nosotros por tenerle como tal. Descanse en paz el pobre muchacho. Era tan consciente de que vivió su vida de una manera tan intensa, que, a pesar de su corta edad, esto le sirvió de consuelo cuando le llegó el momento de dejar este mundo. Aunque estuvimos pocas semanas juntos, Luis Miguel se convirtió en un auténtico amigo y en mi única compañía, y en tan poco tiempo llegué a apreciarle profundamente. Ahora entiendo por qué Emilio me lo envió, y se lo agradezco. Le echamos muchísimo de menos los dos.

Después de unas horas de duelo, en las que le rendimos homenaje con unos vinos y leyendo las cartas que le escribió desde Francia, Italia y aquellos lugares que visitó después de la guerra, tuvimos que darle tierra. Por desgracia, no pudimos oficiarle ninguna misa, pues a don Roque no le fue posible estar presente. El anciano está ya muy viejo y aún así, nos está ayudando a conseguir el dinero que Luis Miguel nos ha legado. Ya hizo suficiente el pobre cura con arrastrar la poca salud que le queda hasta la Quintana para darle la extremaunción. Así que enterramos a nuestro amigo en un pequeño cementerio familiar adyacente a mi casa, donde también, además de mis padres, descansan los restos de varias generaciones de Argüelles.

Amigo Bazkoare, quisiera darte alguna buena noticia, pero el destino parece utilizar su artillería más pesada con el fin de atormentarnos, y hasta tal extremo ha llegado nuestra situación que cada día que pasa estamos más convencidos de que la única solución para conservar la vida es la de huir, escapar no sólo de la Asturias ocupada, también del país. Y sé lo que estás pensando, y mi respuesta es que sí, que me partiría el alma abandonar la Quintana, pues como te dije, mis tierras y mi casa han sido la razón de mi existencia desde que nací. Pero amigo, créeme si te digo que aquí ya no me queda prácticamente nada: mis padres han muerto, mi hermana anda desaparecida, llevo mucho tiempo escondido de los vecinos de Marcenado. Vivo con un miedo que aumenta cada día. Como ya te he dicho, don Roque, que es el único vínculo que tengo con la tierra, es ya un anciano postrado en su catre que reza un día sí y otro también con prisa para dejar este mundo.

Y luego está el cerco que se estrecha en torno a mi casa. Emilio, el marchante y yo vivimos con temor a que la Falange, la Guardia Civil o el clero, que está investigando la desaparición del cura de Somiedo, se echen cualquier día sobre nosotros. Mis amigos y yo llevamos varios días montando guardia. Desde que tuvimos noticias de la posibilidad de que los que buscan resolver el asunto de este cura pudieran subir hasta aquí, vivimos en un constante sobresalto. El temor a ser sorprendidos ha conseguido que templemos los oídos y cualquier ruido fortuito que provenga del bosque o del camino que nos une con el pueblo, hace que se nos hiele la sangre y se nos desboque el corazón. Así que por nuestra salud, que ya se siente debilitada últimamente a causa de tanto sobresalto, hemos decidido montar vigilancia alternándonos en la copa de un roble que sobrepasa los siete metros.

Habiendo expuesto nuestra situación, quisiera pedirte algo. Y, amigo, quiero que sepas que me he armado de valor para hacerte esta solicitud; te habría escrito igualmente si no tuviera que pedirte un favor, pero he concluido que tú puedes tener la solución que andamos buscando. Por otro lado, desconozco la fecha en que te darán de alta en el sanatorio, y además, como concluyo que lo más probable es que este escrito fuera leído antes por los censores de La Cadellada, se la remito a tus abuelos, con la intención de que te la hagan llegar lo más pronto posible. Pero no quiero perder la oportunidad de intentar contactar contigo. A tal extremo de desesperación hemos llegado, que he preferido no desestimar ninguna opción por muy remota que sea.

Como ya sabes, no podemos permanecer mucho más tiempo en La Quintana, y tanto Emilio, el marchante de aceites y yo necesitamos refugio. Los campos astures son peligrosos, y es cierto que podríamos dormir a la intemperie unos pocos días, pero mi experiencia me ha dicho que no es lo más prudente. Estaríamos expuestos a demasiados peligros como para sobrevivir durante una temporada. En cambio, Oyarzun es un municipio pequeño, discreto y alejado de cualquier sitio. Por esto he pensado que este sería el lugar perfecto donde asentarnos antes de tomar la decisión de escapar a cualquier otro sitio. Tenemos dinero para mantenernos y no te supondríamos una carga; sólo necesitamos un escondite temporal.

Comprendo que lo que te estoy pidiendo conlleva un riesgo que tendrías que asumir, pero he pensado que dada tu situación acomodada gozarías de la ausencia de toda sospecha. También estamos esperando a que Xoaquín el comunista, que es el hijo del alcalde de Marcenado del Moire, nos entregue los papeles de un fallecido para que el marchante de aceites los haga pasar como propios. Afortunadamente, nosotros ya tenemos ese problema resuelto: Emilio los consiguió en Madrid, y yo, ya sabes que sin la documentación que el cura del pueblo me proporcionó hace meses, nunca podría haber ingresado en La Cadellada. Xoaquín, que es un mozo rudo de labranza, pero siempre dispuesto a ayudarnos sin cuestionar los recados, nos tiene siempre debidamente informados de las conversaciones que mantiene su padre con la Guardia Civil. Y aunque el alcalde trata de desviarlos día sí y día también hacia los cerros equivocados, lamentablemente ya se le están agotando las ideas.

Hace apenas unas horas, el gañán se ha echado una carrera a las tantas de la madrugada, desde el pueblo a la Quintana, con la nueva de que en cualquier momento los falangistas y la Guardia Civil podrían encaminarse hacia mi casa. Por eso he decidido escribirte esta carta. Parece ser que ante el temor a los animales salvajes que don Roque ha estado sembrando en cualquiera que pretenda adentrarse en el bosque, alguien ha sugerido que los guardias civiles manden recado al pueblo de al lado reclamando a varios hombres ya habituados a las batidas de caza. Tras esta noticia no me cabe duda de que tenemos las horas contadas en la Quintana.

Si he de confesar la verdad, amigo, sí, tenemos miedo. Pero cuando llegue el momento de huir de mi casa estaremos sobre aviso. Xoaquín tiene preparados unos fardos de paja en una era de su propiedad, a los que prenderá fuego en el momento en que partan hacia donde nos encontramos. El humo es perfectamente visible desde nuestro lugar de vigilancia, y como estamos en tiempo de quema de rastrojos, la advertencia no despertará ninguna sospecha en las autoridades. Por otro lado, dudo mucho que organicen la búsqueda entrada la noche, y si así fuera conozco bien los bosques, y estoy seguro que sabría despistarlos. Cuando llegue el momento, tenemos previsto encaminarnos los tres hacia el pueblo, pero por otros caminos, para evitar un encuentro que resultaría fatal. El alcalde ya ha dejado dicho a su hijo el comunista que por el momento podríamos refugiarnos en el campanario del pueblo, pero por su seguridad y por la nuestra, esta situación no podrá mantenerse por mucho tiempo.

Amigo, quisiera excusarme por ponerte en este aprieto, pero créeme, si mi vida y la de mis amigos no corriera un serio peligro, no hubiera sido capaz de pedirte tamaño favor. Esperamos tu respuesta dirigida a don Roque, a la iglesia de Marcenado.

Muy atentamente,

Dalmacio Argüelles Sella.

Carta 45: De Dalmacio a Bazkoare
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