Las cartas

Carta 32: De Dalmacio a Emilio, segunda parte. Las páginas traspapeladas.

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… Amigo, habrás de perdonar la ofensa a don Benito Pérez Galdós por sacrificar el volumen de Fortunata y Jacinta que me enviaste, pero una vez leído no me ha quedado otra alternativa que arrancar algunas de sus páginas para continuar escribiendo en ellas por el envés. Por otra parte, no puedo esperar al domingo hasta que los abuelos de Bazkoare introduzcan algunas cuartillas en el manicomio. Naturalmente, huelga decir que hice la habitual petición personal de objetos de escribanía al doctor Hermógenes Rodríguez, pero lamentablemente esta vez denegó mis ruegos. Recibí como respuesta un recado con el celador, una nota que decía que desestimaba mi petición argumentando que aún sufríamos los coletazos de aquella orden del antiguo Ministerio de Hacienda y Economía, la que prohibía que se sacara de Madrid y otras provincias cualquier clase de papel viejo y recortes, así como toda clase de trapos. Según pude leer en un periódico tan manoseado como casi ilegible, todo ese material tenía como destino las fábricas de papel de la capital y las provincias que las tuvieran.

Ahora, ya narrado por don Roque el incidente que explica que aquella visión de mis padres, al llegar yo a La Quintana, fue provocada por la ingestión de setas alucinógenas, puedo esclarecer, esta vez con mi propia voz, los episodios de los ruidos que me atormentaron durante meses, que como muy bien sabes, también me condujeron hasta el sanatorio de La Cadellada. No encuentro necesario continuar traduciendo la carta recibida por el cura, exceptuando algunos pasajes que contienen conversaciones que tuvieron lugar durante sus pesquisas.

Según me explicó don Roque en su carta, estaba preocupado por el asunto del cura de Somiedo, y también intranquilo por la posibilidad de que alguien pudiera indagar y acercarse a mi vinculación con ese delito. Así pues, decidió interrumpir la convalecencia de sus huesos con el fin de supervisar personalmente la tumba del pobre desgraciado. Su intención era cerciorarse de que estuviera “bien enterrado”, pues cabía la posibilidad de que las alimañas pudieran haber dado con él y esparcido sus restos por el bosque inmediato a mi casa.

Así que el pobre viejo, postrado y dolorido en su catre, sacó fuerzas de donde no las tenía para pedir a la viuda que le atiende que le hiciese llegar con urgencia al Xoaquín el comunista, para hablar con él. Personado éste, le pidió entonces que, acercada la tarde, y con el cuidado de que nadie les viera partir de la iglesia, le condujera en su carro hasta La Quintana. Al principio, el cazurro del Xoaquín se negó rotundamente. No comprendía qué se le podía haber perdido al viejo más allá de aquellos caminos en los que ni el Busgosu se digna a posar las pezuñas, hasta que el viejo no tuvo otro remedio que confesarle el motivo. Además, el gañán, que siempre se toma las cosas con tiempo, sin nerviosismos y sin agobios, intentó persuadirle diciéndole que no se encontraba en condiciones de partir en otro viaje, por muy corto que fuera. Pero si algo caracteriza a don Roque es que es pertinaz, así que allá que fueron los dos: uno a regañadientes, y el otro desincrustado del catre, desobedeciendo las órdenes del galeno.

Parece ser que la Guardia Civil ha estado haciendo preguntas a los vecinos de Marcenado sobre las andanzas en el pueblo del cura de Somiedo en el tiempo de su desaparición. Pero mira qué cosas, querido amigo, no temas por esto más de lo debido. El prelado superior de la diócesis ha ordenado que se inicie una investigación, y no sólo en mi pueblo, sino que también ha sugerido que no estaría de más que se alargara por los contornos, sugerida la posibilidad de que en los bosques se pudieran hallar algunas pistas. Dirás entonces, amigo Emilio, que no es buen momento para mi regreso a la casona; no has de preocuparte por esto. Don Roque ya me ha puesto al corriente, pues respecto a este tema, por su condición de sacerdote, siempre tiene información de primera mano. Argumentando con cuentos desatados por su versada lengua de orador, ha persuadido a todos de que se abstengan de recorrer la senda que serpentea hasta mi casa. Se ha inventado unas historias inciertas sobre ataques de osos que hacen que en aquellas zonas haya que andarse con mil ojos por si hay que echar a correr, y la temible cantidad de lobos que hacen el paraje prácticamente inhabitable.

También he de decir, y también lo sé por don Roque, que el Señor Obispo no tenía en gran estima al cura desaparecido. Le precedía una fama tan funesta, y carga con tantos cadáveres a sus espaldas, que han llegado a la conclusión de que cualquiera puede haberle ajustado cuentas. Así que supongo que faltan días para que tanto el hatajo de curas enviados por el prelado como la Guardia Civil, dilaten su investigación hasta que este empeño caiga en el olvido. Y para entonces, si Dios quiere y tú le ayudas, espero estar disfrutando de la tranquilidad de La Quintana.

Como te decía, don Roque y el Xoaquín el comunista llegaron a La Quintana y, como era de esperar, no rondaba por ahí ni un alma; ni tan siquiera la del Sebastián, el cura de Somiedo, que si bien quiere la justicia divina estará ardiendo en la eternidad de los infiernos. Luego, con la poca luz que ofrece la luna de mayo y las indicaciones que le di al viejo en su momento, buscaron el montículo donde enterré al cura. Tuvieron que irse hasta la parte de atrás de la casa, y una vez situados, contar veinte pasos desde el establo hasta el declive donde comienza el altozano, y ahí, entre la vereda y el bosque, hallaron sin problema la tumba del desgraciado. El Xoaquín el comunista, temblando por los espíritus que habitan en su cabeza, y sin manera de verse pacificado por don Roque, no tuvo más remedio que hacer de tripas corazón y allanar el montículo de la tumba hasta que el mosén dio el visto bueno.

Fue entonces, cuando regresaban hacia el carro para partir al pueblo, cuando hasta los oídos de los hombres llegaron unos cloqueos desde el interior de la casa. ¿Cómo era posible que las gallinas que me mandaste continuasen vivas si no había nadie para alimentarlas? Puedo suponer a don Roque y al Xoaquín mirándose desconcertados ante tal suceso. Según el cura, el comunista, muerto de miedo, corrió unos metros hacia el carro, pero al recordar la incapacidad de su acompañante, se volteó con la intención de cargar con él a sus espaldas. El otro ya estaba de camino, y no hacia el carro, sino en dirección al hueco del árbol donde el abuelo Venancio había escondido la llave hacía más de medio siglo.

¡Don Roque, don Roque…!, dice que le llamaba, ¡Por el amor de Dios y de todos los santos! ¡Vuelva usté, que yo le monto en el carro!

Pero el obstinado cura ya había entrado en la casa sin vacilaciones ni miedo ninguno, gritando “¡Ah de la vida!” al traspasar el umbral de mi casa, con su voz apagada, y no porque le temblara el timbre por el miedo, sino por el peso de los años.

¡Ay, don Roque!, le decía el Xoaquín temblando tras de él, dígame que la Virgen del Carmen nos está acompañando en esta aventura.

El cura apartó las gallinas, y arropado por el valor que le dan los años y su fe, se encaró con su compañero y le dijo: Xoaquín, tunante, no sabes de qué color es el manto de la Virgen, y sólo te acuerdas de Santa Bárbara cuando truena. Saca la valía que te sobró de la guerra y acompáñame al cuarto de Dalmacio.

Dado que las reticencias del carretero no eran hacia los vivos, sino que su temor era toparse con el espectro del cura de Somiedo, que tal vez se hubiese quedado en este mundo para cumplir un desquite, don Roque le espetó que hiciese el favor de dejarse de brujerías, porque no quería escuchar más tonterías de un ateo por conveniencia como tal era.

En éstas que subieron al mismo cuarto que un tiempo fue mi lugar de penitencia. Y ahí estaba mi cama, ocupada por un foráneo a quien ni el revuelo de las gallinas había logrado a perturbar el sueño. El comunista, torpe como un borrico, rebuscó entre las mantas que le abrigaban. El hombre abrió los ojos después de sentirse zarandeado por el cura, y buscó “la puro” debajo de su almohada, una pistola que supusieron arrebatada al cadáver de algún falangista. Pero Xoaquín, sin saber si estaba cargada o no, le estaba apuntando con ella.

El postrado dijo: Don Roque, no soy un hombre de violencia. Saldré de la casa en cuanto coja mis pocas pertenencias, y sin intención ninguna de llenar mis alforjas de lo que no me pertenece. Y aquí paz, y después gloria.

Contrariado el cura por saberse reconocido, y barajando de primeras la buena voluntad del usurpador, halló al fin en sus ojos la sombra de una derrota contemplada anteriormente en los que la guerra había vencido. Le preguntó entonces por su procedencia, antes de que el hombre le hiciera entender que ya estaba escondido en La Quintana incluso cuando yo la habitaba. Le contó el desconocido que hacía meses que la contienda le había obligado a internarse en los bosques astures, que en sus veinte años de existencia nunca había estado tan asustado, y de ahí su decisión de habitar un hogar que ya lo estaba. Consciente del mal que ocasionaba, continuó en su empeño por seguir oculto, aun sabiendo que el dueño de la casa le daba por un fantasma.

Emilio, cuando leí estas palabras en la carta que me envió don Roque, no pude distinguir si realmente me invadió un sentimiento grato. Lloré, amigo mío, y mis lágrimas encerraban todo un cúmulo de respuestas. Si hasta el momento en mi cabeza se habían afirmado y negado las situaciones que he tenido que padecer, y se opusieron unas y otras hasta destruirme, ahora, ese río turbulento que perturbó mi razón fluye como aguas mansas de mi cordura apaciguada. No hizo falta que don Roque me lo dijera, pero ese libro, “La Montaña Mágica” de Thomas Mann, aquél que llenó mis horas de soledad y que apareció de la nada, tenía como dueño a este joven con quien he compartido La Quintana sin yo saberlo. También puedo imaginarle ahora trasteando en la parte de abajo, buscando algo que apagara los ruidos de su estómago cuando caía el sol, y accionando el gramófono para entretenerse. Si algo me consuela, amigo mío, si ese individuo que ya he perdonado ha traído algún ápice de consuelo a mi esperanza, es que en su búsqueda de algo que llevarse a la boca encontró una carta que mi hermana Covadonga dejó para mí en algún escondrijo de la casa. El mancebo, que dijo llamarse Victoriano Ramos, también conocido en ocasiones como “El Corujo”, se la entregó a don Roque antes de partir a tierras extremeñas.

Ahora sé, amigo Emilio, que el destino ha querido traer hasta La Quintana a este muchacho. Si la Providencia quisiera que nos topáramos en algún momento en adelante de esta vida, no tendría más que fundirme en un abrazo con él, porque ahora sé que me ha salvado la vida. Respecto a esto, paso a relatarte…

Según me contó don Roque en la carta a la que me estoy refiriendo continuamente, Victoriano también le contó aquel incidente que, desde que se produjo, nos trae a todos de cabeza. Como el Corujo, el inquilino que tuve sin saberlo, ni es católico, ni abraza fe de ningún tipo, no hizo falta que declarara el “delito” en confesión. La palabra de honor de don Roque de no divulgar su relato, no fuese a llegar a oídos de quienes pudieran tomar represalias contra el muchacho, parece ser que ha sido suficiente. El caso es que este tal Ramos ha sido la pieza clave que faltaba para esclarecer la muerte del cura de Somiedo.

Bien, durante el tiempo en el que no me quedó otro remedio que enclaustrarme en La Quintana, el muchacho continuó cuidando del huerto situado en la parte de atrás de la casa. Tan sólo le dedicaba unos minutos al día, pues no quería correr el riesgo de que yo saliera de mi cuarto y le sorprendiera. Pero ya eran demasiados meses corriendo ese riesgo, y la suerte, que como bien sabes está regañada con la eternidad, quiso que llegara el momento en que se encontrara de bruces con el cura de Somiedo. Parece ser que ambos quedaron sorprendidos y no supieron cómo reaccionar. Victoriano corrió hacia la casa, el otro le siguió y una vez en la puerta le preguntó si era Dalmacio.

Después, cuando el chico adivinó que ese cura no era don Roque, de cuya existencia sabía porque escuchaba nuestras conversaciones estando escondido, ambos iniciaron una pelea, primero verbal, y luego, ya dentro de mi casa, física, y más cuando don Sebastián hizo ademán de sacar la pistola que encontraron luego bajo la almohada de mi inquilino. El resto puedes suponerlo. En la trifulca, el cura fue el peor parado. Parece ser que perdió pie mientras forcejeaba con el Corujo en las escaleras y se dio un mal golpe en la cabeza. Este, al escuchar mis pasos por los escalones, huyó a un agujero construido en la cuadra, oculto tras una pizarra, y del que yo nunca había dado cuenta.

En fin, Emilio. Todo está aclarado. Mi conciencia, respecto a la muerte del tal don Sebastián, ha dictado sentencia: ha muerto víctima de su propia soberbia, así de simple.

Ahora que todo ha quedado esclarecido, sólo resta que te apiades de mí, y que intercedas como debas hacerlo para sacarme del sanatorio como buenamente puedas. He barajado otras alternativas para dejar atrás La Cadellada, pero después de mucho madurarlas, lamentablemente sólo son factibles en mis fantasías. Todas las alternativas que he supuesto me han conducido hacia un único camino, y ese camino eres tú. Esperaré, Emilio, sé que estás muy ocupado en Madrid, pero si pudieras salir de la capital para liberarme, te estaría muy agradecido. Sé que tal vez te esté pidiendo un imposible, pero como digo, no tengo a nadie más en el mundo para solucionar este problema.

Te quedo muy reconocido por escucharme, por vivir conmigo estas experiencias que han complicado mi vida hasta un extremo que nunca pude sospechar. Y por tu ayuda desinteresada, que te agradezco por adelantado.

Tu amigo,

Dalmacio Argüelles Sella.

Carta 32: De Dalmacio a Emilio, segunda parte. Las páginas traspapeladas.
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