Las cartas

Carta 34: De Covadonga a Dalmacio

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Marcenado del Moire, 27 de junio de 1939

Queridísimo hermanu:

¡Sabía que más tarde o más temprano, ibas a encontrar esta carta! Y también que te estarás preguntando… ¿qué hace mi hermana aquí cuándo debiera estar en Xixón1? Y seguramente, te habrá sorprendido que a tu regreso, la Quintana esté vacía. Y estoy convencida de que has preguntado a nuestros vecinos, y también, que nadie te ha dado razón nuestra ¿verdad? Pues bien, por medio de estas líneas, voy a explicar cuáles son los motivos.

Pero antes, déjame que me desahogue un momento.

Bien, hermanu, ahora que ya sequé las lágrimas que inundaban mis güeyos2 impidiendo la visión y dificultando mi escritura, comenzaré a contarte que, en este momento de mi vida, en el que mi corazón está lleno de penas, he sentido la necesidad de hablar contigo. Al no poder hacerlo, pensé en escribir esta carta y contarte, como mejor pueda, los sucesos acontecidos hace escasos días.

Nadie como tú comprenderá mis sentimientos, y aunque lo que tengo que contarte no es motivo de dicha, sí espero que te llene de alegría, al menos un momento, el simple hecho de haber encontrado esta misiva, que con amor y cuidado he cobijado en este lugar secreto donde de guajes3 escondíamos nuestros pequeños tesoros, y donde no tenía ninguna duda que tú buscarías.

¡Ay, hermanu! ¡Qué mundo más injusto éste que nos ha tocado vivir! Las bombas y los tiros, que continuamente me pisan la sombra, ya forman parte de mi vida. Estoy harta de oír llorar a les guajes de hambre y frío. De notar las huellas en nuestros mayores, que de tanto llorar de rabia e impotencia, marcan surcos en sus rostros con saña. De los gritos desgarradores de hombres y mujeres, que no pueden impedir que se lleven a sus seres queridos a empujones y golpes. Estoy cansada, hermanu. Muy cansada.

Llevo meses escondida, huyendo de estos malditos fascistas que quieren acallar nuestras voces y doblegarnos bajo su yugo y sus flechas. Estos que han invadido mi tierra y han usurpado un gobierno legítimo, del que no podían soportar que permitiera que la clase trabajadora fuera capaz de salir adelante con democracia y libertad. Ellos, ahora, en lugar de respetarnos, igual que nosotros hicimos, han llenao las ciudades, los pueblos y aldeas de esta España, de pesar, llercia4, odio, y muerte.

Sí, Dalmacín; como seguramente ya imaginas, tuve que abandonar Xixón. Con la entrada de las tropas nacionales, no quedaba más que desaparecer si quería conservar la vida. Sabes cuál es mi carácter, y una vez en la fábrica, me signifiqué con la Unión General de Trabajadores. Con la República era normal, y no había ningún motivo para no hacerlo. Pero todo cambió, y aunque soportamos los ataques de los nacionales durante meses, una vez que Santander cayó, sabíamos que era cuestión de tiempo que Asturias entera lo hiciera.

Gracias a mi pertenencia al sindicato obrero conseguí salir de allí, pero por ese mismo motivo, ahora soy perseguida.

Una de las primeras medidas que tomaron los fascistas fue la de pedir informes de todas nosotras a la Jefatura de la fábrica. Allí, como en todos los sitios, también había personas afines al nuevo régimen que anhelaban ansiosos ese momento, y gracias a nuestros infiltrados en el Frente Nacional, supimos que iban a detener a todos aquellos que de alguna manera estábamos vinculados al movimiento obrero.

Tuvimos que ocultarnos donde pudimos, lugares y sitios de Xixón que jamás pensé que existieran. Gracias al riesgo que mis camaradas han corrido, he logrado llegar a esta nuestra casa tan querida. Desgraciadamente, otros muchos han pagado con la vida o con la cárcel su generosidad.

Compañeras de la Tabacalera me escondieron en sus casas durante un tiempo. Nunca podré olvidar todo lo que han hecho por mí. Desde el primer día en que entré por la puerta de aquella fábrica, donde el olor intenso del tabaco mojado raspó durante días mi garganta hasta que conseguí acostumbrarme a él, jamás me he sentido sola. Y como bien te digo, hasta el final han sido cómplices de mi cobijo. Pero ya no podía continuar allí más tiempo. Estaba arriesgando su vida y la de sus familiares. Las fuerzas nacionales y las cuadrillas de la Guardia Civil iban cercando las calles y asaltaban las viviendas de los trabajadores, a los cuales trataban como viles ladrones. Llegaban por la noche como raposus5 enfamiáus6, y levantaban de la cama a los nenus7, a los viejos y a los enfermos y los sacaban a la calle. Daba igual que hiciera frío o calor, que lloviera o no. Allí desamparados los tenían, hasta que registraban completamente les cases, las cuales dejaban totalmente descompuestas, como si por ellas hubiera pasado un vendaval.

Conseguí por fin disviar8 de allí, y he estado dos largos meses vagando por los montes. Sí, hermanu, conviviendo con maquis. Hombres indefensos, armados la mayoría de las veces con palos, fesorias9, hoces o cuchillos, que la mayoría de las veces utilizan para su supervivencia. Personas trabajadoras cuyo único delito cometido ha sido el de luchar por la libertad de un pueblo, y que, ahora, han de camuflar sus pobres cuerpos cansados, enfamiáus, helados y tristes, en los montes de esta nuestra patria querida. He dormido un sinfín de noches bajo los cielos oscuros donde ni la luna quería salir, donde los chaparrones que empapaban hasta mis huesos descendían rabiosos en forma de granizo y atizaban todas y cada una de las partes de mi cuerpo. He comido yerbas de todo tipo y animales muertos, que con suerte encontraba y que debía asar como buenamente podía sobre cuatro palines que me costaba prender una barbaridad. Así, de esta manera que ahora al describirte me parece tan dura, he llegado hasta nuestro hogar.

Pero no puedo sentirme orgullosa de ello. No, hermanu, no puedo. Llegar a nuestra Quintana ha sido lo peor que pude hacer. Firmé con ello la sentencia de muerte de nuestra familia. Jamás debí dejar que mis ideas políticas fueran descubiertas. Quizás si hubiera sido una cigarrera más, los acontecimientos que voy a relatarte nunca hubieran sucedido. Es tal mi pesar, mi pena, mi arrepentimiento y mi desolación, que en más de una ocasión he estado a punto de quitarme la vida. Pero he descubierto, hermanu, que soy una cobarde.

No sé cómo pude pensar que en nuestra casa iba estaba a salvo. ¡Qué ciega estuve, y qué inocente fui! Cientos de veces los camaradas me advirtieron que no debía fiarme de nadie. Pero lo hice. Y deseo con todo el odio que mi corazón alberga que cuando estés leyendo esta carta, ese delator malnacido haya muerto, y su cuerpo haya sido devorado por los animales. Te preguntarás por qué, ¿verdad?

Eran cerca de las cinco de la mañana cuando llegue a Marcenado, con la llercia en el cuerpo por ser descubierta. Decidí pedir cobijo en la iglesia hasta que la noche volviera. Sabía por madre, que la relación con Don Roque era buena. ¿Pero cuál fue mi sorpresa? El cura no estaba. En su lugar uno joven, párroco de Somiedo creo, desempeñaba sus quehaceres. Don Sebastián se llamaba. Me contó que Don Roque tuvo que partir para su tierra. Su hermana estaba enferma y urgía ir a verla. ¡Maldito cura fascista, el tal Sebastián!

Me acogió con cariño y me procuró escondite en un cuarto oculto que hay en la sacristía. Cuando la noche cayó, abrió la puerta y me sirvió un pocillo de leche caliente cargado de sopas, como aquéllas que madre nos daba las noches frías de invierno, ¿recuerdas? Agradecí aquel gesto como una niña, y besé sus manos una y otra vez. Ahora vomito sólo de pensar que mis labios rozaron aquellas manos asesinas y traidoras.

Me prestó una de sus sotanas, y me facilitó una mula para que pudiera recorrer los kilómetros que me faltaban hasta la Quintana.

Pero… ¡Cómo me engañó!

Llegué de madrugada. Madre, como siempre, ya trasteaba por la cocina y atizaba el llar10 con gana, y Padre metido en la cuadra, catando11 las dos vaques que al pobre hombre le quedaban. Preferí entrar a saludar a nuestro padre primero. No puedes imaginar la alegría que le produjo verme. Se le llenaron los ojos de lágrimas, jamás le había visto llorar. Al verle así, yo misma me emocioné y me asusté; por un momento, pensé que habías muerto, hermanu. Abrazados estuvimos un ratín, pero la voz ronca y prepotente de un guardia civil motivó la separación de nuestros cuerpos. Padre me pidió que me escondiera.

Si miras en la cuadra, verás que tras los pesebres hay una pizarra suelta. Si la quitas, encontrarás un furaco12 que Padre tenía preparado. Pensando seguramente en la necesidad de escondernos a cualquiera de los dos, él mismo la construyó.

Padre salió, requerido por la Guardia Civil. Preguntaban por la mula. Bueno, por el animal y por mí. Nuestro padre les dijo que no sabía cómo había llegado hasta allí, y en cuanto a mí, que no tenía noticias, tal y como les venía diciendo todos los días.

Escuché cómo la pareja se alejaba, llevándose la mula. Al rato, Padre quitó la pizarra que cubría la entrada al zulo y me ayudó a salir. Junto a él, nuestra madre me esperaba fuera. Estaba tan nerviosa y asustada que apenas me saludó. Lo único que me decía era que no saliera de allí, que mi vida corría peligro, que llevaban meses preguntando por mí. Conseguí tranquilizarla.

Acordamos que me escondería en aquel oscuro, húmedo, frío y desolado furaco, a la espera de que las cosas se calmaran. Y así estuve durante días. Madre me avisaba para comer y cenar. Y era precisamente por las noches cuando podíamos conversar tranquilamente, ya que no era habitual la visita de la pareja de la Guardia Civil a esas horas. Pero una noche, cenábamos tranquilamente cuando escuchamos el trotar de unos caballos. Corrí a mi escondite y escuché lo que en el exterior sucedía. ¡Ay, hermanu! ¡Cuánto me cuesta escribir estas letras que aún están pendientes!

Eran dos militares que, acompañados del cura fascista, preguntaron como cada día si sabían de mi paradero. En cuanto nuestro padre contestó, don Sebastián le indicó que mentir era pecado, y que él era sabedor de que lo estaba haciendo. Se subió de nuevo a la mula y se marchó.

Uno de los militares bajó del animal y prendió a nuestro padre, mientras el otro le apuntaba con su pistola. Madre, asustada, salió de la cocina y rogó que no se lo llevaran. Le sujetaron por las manos y agarraron la cuerda al caballo. Madre, desconsolada, envuelta en un mar de lágrimas al ver que se llevaban a su marido, se asió a la pata del otro caballo. Desde arriba, con la fusta, el militar le sacudía con todas sus ganas. Madre no se soltaba y él seguía atizando con fuerza a Madre Brígida. Uno de esos golpes lo recibió el caballo y salió al galope. Nuestra querida madre salió despedida y su cabeza golpeó bruscamente sobre el lavadero.

Yo, hermanu, seguía allí metida. No podía hacer nada. Tampoco era consciente de la gravedad; más bien pensé que también se la habían llevado, ya que nada escuchaba. Esperé un tiempo prudencial. Cuando el silencio tomó de nuevo la noche, abrí mi escondite y salí.

Jamás imaginé que iba a encontrar aquella estampa. Allí yacía nuestra queridísima madre, envuelta en un gran charco de sangre y con la cabeza abierta por completo. Podían verse hasta sus sesos, hermanu. Por más que intente reanimarla, ya era tarde. Seguramente murió al instante.

Después de un rato, conseguí reponerme de aquel duro golpe. Cubrí el cuerpo de madre con una manta, cogí el pico y la pala y busqué un lugar donde enterrarla. Lo siento, hermanu, pero… ¿Qué iba a hacer? No podía dejarla allí tirada a la espera de que alguien la viera, o de que algún animal desgarrase su cuerpo. Por eso, me dirigí hasta el carbayu13 que está a la derecha de la cuadra y cavé bajo el mismo la tumba de nuestra amada madre. Pero eso no es todo, hermanu. No me apetecía volver a mi refugio y decidí hacerlo a la habitación de nuestros padres. Puedo asegurarte que lloré tanto aquella noche que ya no tengo lágrimas. Mis güeyos se han secado por completo.

Por la mañana, desde la ventana del desván, columbré14 que una pareja de la Guardia Civil volvía. No corrí, ni me escondí, ni tan siquiera me molesté en apartarme de aquella ventana. Ya todo me daba igual.

Desde el lugar donde estaba, escuche la conversación que mantenían. Sentí como revolvían la casa. Buscaban a Madre. Al fin, descubrieron la fosa. Luego les oí decir:

-Y a ésta… ¿Quién coño la ha enterrao?
-¿Quién va ser? La puta roja de la hija. Pero seguro que ya está lejos. Vamos.
-Bueno, pues dos menos. Ya sabes que al Colás esta mañana le dieron “matarile”.

Si, Dalmacio, así es. Nuestros padres murieron por mi culpa. Por salvar mi vida, perdieron la suya. Lo siento, hermanu. Espero que algún día seas capaz de perdonarme. Lamento que mi despedida sea tan escueta pero… no puedo seguir escribiendo.

Ahora me dispongo a partir. No sé cuál es mi destino, y aunque así fuera, no te le diría. No quiero que tú también tengas problemas. Algún día, hermanu, estoy convencida, la libertad volverá a nuestro país, y tú y yo nos tomaremos unos culinos15, lloraremos recordando nuestras batallas, y contaremos los horrores de esta guerra para que jamás se repita.

Que la Santina te cuide, hermanu.

Tu hermana que te adora,

Covadonga Argüelles Sella

 

Palabras asturianas

1 Xixón: Gijón
2 Güeyos: Ojos
3 Guajes: Niños
4 Llercia: Miedo
5 Raposus: Zorros
6 Enfamiáus: Hambrientos
7 Nenus: Niños pequeños
8 Disviar: Abandonar un lugar, partir
9 Fesorias: Azada
10 Llar: Lumbre
11 Catar: Ordeñar el ganado
12 Furaco: Agujero
13 Carbayu: Roble
14 Columbre: Divisar
15 Culinos: Vaso de sidra

Carta 34: De Covadonga a Dalmacio
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