Las cartas

Carta 46: De Emilio a Elena

0 Comentarios Imagen Carta 46

Marcenado del Moire, 8 de agosto de 1941

Mi querida Elena:

Quisiera verte en persona para poder explicarte por qué clase de galimatías del Destino he terminado en esta situación, y de paso, pedirte disculpas por todo. Antes tenía alguna esperanza de que me perdonaras por haber sido un mal marido y un mal padre, por haber sido un ciego ignorante, por haberme dejado deslumbrar por los oropeles de una vida que no me estaba destinada, por haber permitido que te escaparas entre mis dedos. Ahora tengo serias dudas de que vaya a conseguirlo jamás, porque a todo lo anterior hay que añadir que soy un embustero y un fugitivo, y es posible que muera pronto. Sólo espero que leas esta carta antes de tirarla al fuego, y entiendas los motivos que tuve para actuar como lo hice.

Supongo que a estas alturas, Vicente Lamata te habrá puesto al día de cómo don Álvaro me nombró heredero de casi todos sus bienes y de cómo él me ayudó a tomar posesión de esa herencia. Mi maestro lo había dejado todo bien arreglado y fue una transición sencilla, aunque debido a lo cuantioso de las propiedades e inversiones, tuvo su trabajo. No obstante, el día 17 de julio de este segundo año triunfal dimos los últimos toques a los fondos y a las renovaciones de alquileres, y quedamos en vernos al día siguiente, aniversario del final de la guerra pero disfrazado por el nuevo Régimen de Fiesta de la Exaltación del Trabajo, para así no celebrar el 1 de mayo, como debería ser.

En el transcurso de esos días, yo le había contado mis problemas y las razones de no haberme reunido aún con vosotros en Toledo, así como los temores acerca de los falangistas que me habían amenazado y los intentos de chantaje de los que intentaba hacerme objeto Justina, la hermana de Francisca Molero. Aunque intenté ocultártelos, no subestimaré tu inteligencia pensando que no estabas enterada.

Lo que no le había comentado, en esa primera quincena de julio, hace apenas unas semanas pero hace una vida, era que yo notaba que Prado no dejaba de llorar y apenas comía, pero lo atribuí a que seguía enfadada conmigo y quería que tú y yo nos reconciliásemos a cualquier precio. Tan pesada se había puesto que no le había dicho que te había escrito, pero tampoco le comenté tu fría respuesta.

El día 18, Vicente se presentó a nuestra cita con una sonrisa radiante como no le había visto nunca, en el tiempo que hace que le conozco. Al preguntarle la causa de su alegría, me dijo que su mujer por fin estaba encinta, y que aunque él no tenía la más mínima idea de quién era el padre, no era asunto suyo, y le solucionaba lo que ya se estaba convirtiendo en un grave problema entre sus dos mujeres, una con hijos y otra que no conseguía tenerlos y quería arrebatárselos a la otra. Asumo que a estas alturas estarás al tanto de los detalles de su matrimonio. Dada esta buena noticia y que habíamos terminado los trámites del testamento, quisimos ir a celebrarlo.

Era el día grande y había espectáculos por todas partes. Había programados conciertos, obras de teatro, circo, variedades, corridas de toros, pelota. Toreaba Pepe Bienvenida. Nos compramos unos farias y echamos la tarde en Las Ventas, luego nos fuimos a cenar y después a una sala de fiestas, donde estuvimos hasta casi medianoche. Regresamos a Castellana dando un paseo, aprovechando el frescor nocturno para despejarnos de lo que habíamos bebido, con bastante poco éxito, he de decir.

A medianoche había anunciado un castillo de fuegos artificiales, que Vicente quería ver, pero me parecía demasiado alegórico celebrar con pólvora lo que se ganó con pólvora. Le dije a mi compañero que yo ya había visto cohetes suficientes en la guerra como para no tener ganas de ver más durante el resto de mi vida. Llegados a la esquina de mi casa, escuchamos los primeros petardos y vimos asomar las luces de colores por las azoteas, así que nos despedimos apresuradamente con un apretón de manos y Vicente se encaminó hacia la plaza de Colón, para disfrutar del espectáculo solo.

Di dos pasos en dirección a mi portal. Entonces, ese sentido de alerta que me ha salvado el pellejo unas cuantas veces, que tú bien conoces, me advirtió que algo estaba ocurriendo.

Percibí un movimiento furtivo por el rabillo del ojo, escondido en parte por un escaparate que hacía saliente en la fachada, apenas a una zancada de mí. Todo fue muy rápido, pero cuando repaso los acontecimientos en mi cabeza, como he hecho mil veces y haré muchas más en el futuro, tengo la sensación de que duraron varias horas. Escuché un quejido apagado entre las explosiones, y di un paso para tener mejor ángulo de visión. Vi el rostro de Prado, deformado por el dolor.

En un instante, me hice una composición de lugar. Prado estaba encajada contra el rincón que formaban el escaparate y la fachada, junto a la esquina, aplastada por el peso de un hombre que, por un momento demente en un pensamiento suelto, me recordó a mí mismo. El hombre realizaba unos movimientos que no dejaban lugar a duda de sus intenciones, mientras la mujer protestaba y le clavaba los dedos en los brazos, intentando impedir el ataque sin conseguirlo.

Si dijera que lo pensé, estaría mintiendo. Mi cuerpo se puso en marcha sin contar con mi cerebro. Agarré la chaqueta del hombre y tiré de él hacia atrás, y vi un brillo metálico verde que no alcancé a identificar. Prado trastabilló hacia un lado, mientras él hacía un movimiento para recuperar el equilibrio y me acertaba con el codo en los dientes. Él rugió, yo me quejé, sonó un cohete.

En un acto reflejo, me llevé la mano al rostro, en un tiempo que el hombre aprovechó para sujetarse los pantalones con un puño y aplicar el otro en busca de mi sien izquierda. Sonó otro cohete y un ruido de motor se sumó al estruendo, pero aunque lo oí, no lo escuché. El puñetazo se deslizó por el aire hasta perder fuerza, y entonces el hombre se incorporó, se quedó quieto, se giró hacia Prado y le dijo: Hija de puta.

Al girarse, le pude ver la espalda, y vi que, a la altura del riñón derecho, le sobresalía una navaja encajada hasta las cachas, y que Prado retrocedía hacia la pared, espantada por su propio acto. Entonces le reconocí: era el hombre que había estado rondando mi casa, el que nuestra criada había dibujado. Era su marido, Tomás Segorbe. En ese momento supe qué había sido el brillo verde que había visto antes, que fue el reflejo de un fuego artificial en el filo de la navaja, con la que ese hombre despreciable había estado amedrentando a su víctima. Oí una voz que gritaba. Hubo un destello en el cielo nocturno. Tomás cerró el puño, masculló un insulto y se abalanzó hacia Prado, que no podía retroceder más, pues se lo impedía la fachada. Lejos, comenzó a retumbar una traca. Entonces di un paso al frente y le di un empujón.

Ojalá pudiera retroceder en el tiempo y cambiar algo, Elena. Ese momento me atormentará el resto de mis días. Le doy vueltas y más vueltas, pensando y si, y si… Si él hubiera tenido los pantalones subidos y no se los sujetara con una mano, si no hubiera estado borracho, si no hubiéramos estado cerca de la esquina, si no tuviera una hemorragia interna producida por la navaja, si no se hubieran conjurado los astros, no habría ocurrido lo que ocurrió. Al empujarle, le hice perder el equilibrio. Tropezó con sus propios pantalones y buscó un asidero con la mano libre, que no encontró. Fue a caer cuan largo era en la calle. En ese momento, un camión subía la cuesta y giraba por nuestra calle, pero la propia esquina le impedía vernos y su tamaño le obligó a subirse a la acera. Tomás se metió directamente entre las ruedas del camión. El estruendo de los petardos sofocó el sonido del cráneo al estallar entre los neumáticos.

Ignorante de lo que había ocurrido, pues el ángulo le impedía ver, el conductor continuó subiendo la cuesta. Alguien chilló. Creo que fui yo. La traca terminó y se dispararon más cohetes. Me quedé inmóvil, allí donde mi impulso había terminado, con la mente en blanco, hasta que unas manos me sacudieron. Cuando conseguí reaccionar, vi que era Vicente quien me zarandeaba, preguntándome qué había pasado.

Antes de que atinase a contestarle, él se dio cuenta cuando vio a Prado sujetándose las ropas rotas, los pantalones medio bajados del cadáver y mi labio superior partido. Consideró la situación un momento y tomó el control de inmediato. Nos hizo un breve reconocimiento y de inmediato nos empujó hacia el portal, diciéndonos que nos metiéramos en casa y no nos asomásemos bajo ningún concepto ni encendiésemos luces. Yo no era capaz de pensar y obedecí. Cuando cerré la puerta, alcancé a ver que se dirigía hacia el cuerpo inerte y ensangrentado.

Mientras subíamos las escaleras y los fuegos artificiales terminaban, oí los gritos pidiendo ayuda y los silbatos de los serenos acudiendo al desastre. Cerré la puerta del piso y cuando Prado rompió a llorar, enterré sus sollozos en mi solapa, abrazándola para que no se me notara que estaba temblando como una hoja, y los dos caímos de rodillas sobre el suelo del recibidor, sin creer aún lo que había sucedido. Entonces entendí por qué se había recortado el rostro al verse en una foto: quería desaparecer, borrarse de la memoria humana. Me pidió perdón muchas veces, por haber sido débil, por tonta, pero no quise que siguiera hablando. Temeroso de que nos oyeran los vecinos, tuve que abofetearla para que dejase de chillar entre sollozos. Entonces se giró y vomitó en el suelo.

Hicimos recuento de bajas a la luz del recibidor, que no podía verse desde la calle. Prado tenía un corte feo en el cuello y la nariz partida otra vez, además de arañazos, golpes que se convertirían en cardenales pronto y el cuerpo dolorido. Yo sólo tenía el labio partido, las solapas ensangrentadas y un susto de muerte. Le coloqué la nariz con un movimiento que redobló sus lamentos, esperando no dejársela muy torcida, y le dije que se lavara para poder darle algún punto en la herida del cuello. Por mi parte, me curé a oscuras, en la cocina. Luego recogió el desaguisado y la envié a su cuarto a acostarse, y yo me tumbé vestido sobre la cama, en tinieblas, sintiendo cómo me palpitaba la herida, temeroso de lo que iba a ocurrir. Caí en un sueño inquieto, escuchando una y otra vez el sonido hueco del accidente, que me aterrorizaba más que las visiones de los heridos de guerra que me visitan con las piernas sobre los hombros. Ahora sé que todos estos muertos me acompañan, y vivirán conmigo para siempre.

Cuando la noche empezaba a retirarse y el primer pájaro piaba, unos nudillos en la puerta principal me sacaron de mi duermevela. Era Vicente. Le hice pasar y, con premura, me resumió el plan.

Me dijo que había solucionado mis problemas en una única maniobra: había hecho pasar el cadáver de Tomás por el mío. Le había subido los pantalones rápidamente para conservar las formas, y había empezado a gritar a un ladrón imaginario que supuestamente, me había atacado, me había clavado una navaja en la espalda y que, al perder yo el equilibrio y ser atropellado por el camión, había salido huyendo sin botín. Nadie dudó de la palabra de todo un médico. Encontraron al pobre camionero, quien sufrió un ataque de nervios cuando le contaron lo que había ocurrido, prestó declaración, levantaron el cadáver… Levantó un papel blanco hasta mis ojos: era mi certificado de defunción, firmado por él mismo.

No sabes qué impresión me dio verlo. Estaba muerto, aunque siguiera respirando. Y por un momento, me pareció que había sido así desde hacía exactamente dos años, desde el momento en que la República había perdido definitivamente la guerra. Lo que tenía delante era sólo la constatación de un hecho.

Hablando muy deprisa, me hizo notar que esto solucionaba mis problemas en cuanto a mis perseguidores falangistas, y privaba de aliados a la hermana de Francisca. Lo mejor que podía hacer era desaparecer, buscar nuevos horizontes, y él tocaría las cuerdas indicadas para que la gente de los subterráneos me consiguiera nueva documentación. Ante mi sorpresa al oírle hablar de tan preciado secreto que el doctor Cervello y yo habíamos guardado tan celosamente, él sonrió, y me di cuenta de que era imposible que él, como compañero de consulta de don Álvaro, no hubiera estado al tanto desde el primer momento. En cuanto a vosotros, me señaló que pronto podría escribiros para contaros esta historia, y podríamos reunirnos. Si los falangistas se emborrachaban un día y no encontraban otro divertimento, era posible que me llevaran a dar un paseo y nunca se supiera más de mí. Dijo algo, sin duda pensando en su segunda esposa, que me convenció por completo: “Mejor viuda que la esposa de nadie”.

En cuestión de diez minutos, trazamos un plan que me cambió la vida para siempre. Me preguntó si había algún sitio donde pudiera refugiarme hasta reunirme con vosotros, y si había pensado alguna vez en emigrar. Mi mente voló de inmediato hasta Dalmacio, y la idea que me comentó, hace mucho tiempo, de irse a México con otros republicanos. Lo decidí allí mismo: me escondería en Asturias hasta que vosotros y yo nos pudiéramos reunir. Una nueva vida nos esperaba en México.

Cuando recogí mis cosas, a toda prisa, supe por qué me había resultado familiar la figura del asaltante cuando lo vi en el rincón junto al escaparate: la ropa era mía. Había grandes huecos en mi armario. Sin duda, Prado le había dado algunas de mis chaquetas y mucha de mi indumentaria. Al fin y al cabo, yo solía llevar una bata y no daba mucha importancia a lo que llevaba por debajo, y en efecto, no me había dado cuenta hasta ese momento.

Desperté a Prado, y le hice jurar que no te contaría nada de lo que había ocurrido. Quería hacerlo yo. Me lo juró por Dios y por toda la Corte Celestial, lloró, me besó las manos y me dio las gracias una y mil veces. Le di las llaves del establo y le ordené que se fuera inmediatamente, directa al pueblo, con vosotros, y que si alguien le preguntaba por los moratones, dijera que la mula la había tirado. Pobre acémila, jamás haría una cosa semejante. Nos estrechamos la mano y se fue.

Vicente me dijo que esperaría a que yo estuviese a salvo y que mientras tanto, él se encargaría de la consulta y del patrimonio. Eso me dejaba sin efectivo, pero no tenía importancia; tan fácilmente como había venido, la fortuna se iba, pero a unas manos que la necesitaban más que yo. Ahora me doy cuenta de que, si yo desaparecía del mapa, la consulta se la quedaría él íntegra sin tener que repartir dividendos conmigo. No obstante, así está bien. Hay una amplia hacienda que me dejó el doctor Cervello de Guillerna para vosotros. Se puede vender todo para sufragar vuestro viaje a México.

Tampoco es que nos haga falta, gracias a mi amigo Luis Miguel. Pero no quiero adelantarme. Mi tío siempre decía que, en aras del entendimiento, había que contar las cosas en el orden en que habían ocurrido.

Salí con las claritas del día, ocultando mi rostro con un sombrero y mientras los barrenderos municipales intentaban limpiar en la calle la sangre de los adoquines, con una maleta, mis cartas y todo el dinero que había en casa. Llegué a la estación de Atocha y antes de entrar, vi a una pareja de la Guardia Civil fumando un cigarrillo en la puerta, con la fresca. Atinó a pasar un tranvía por delante, descarté de inmediato el tren y me subí, sin saber dónde me llevaba. Resultó ser el 21, que me llevó hasta el Paseo de Aceiteros. De allí, me escabullí hasta la carretera, le hice señas a un camión para que parase y resultó que iba a Segovia. Recordé que mi amigo, el marchante de aceites, tenía allí un almacén, y crucé los dedos para que no estuviera de viaje.

Hubo suerte: estaba en la ciudad. Concidiendo con mi llegada, el marchante había recibido una citación en la que le convocaban para responder de unos cargos de contrabando tan inquietantes como ciertos, aparte de otras acusaciones que él asegura proceden de sus competidores, y cuando le hablé de mi destino en Asturias encontró la idea de ese viaje tan de su acomodo que se vino conmigo. Juntos, llegamos a la Quintana, esperando ver a mis amigos.

No pudo ser. Luis Miguel había muerto apenas unas horas antes de nuestra llegada. Preparamos el cuerpo para su eterno descanso, mientras yo le hablaba y le contaba cosas de los niños, de nuestra vida futura, de los posos que me había dejado nuestra amistad, pues como bien sabes, creo que en la existencia del alma, y creo que, aunque su pobre cuerpo enfermo no pudiera más, él permaneció allí un rato, esperándome, y que estuvimos juntos los tres mientras Dalmacio y yo le velábamos, hablando de él.

Al día siguiente, con la ayuda del marchante, enterramos a Luis Miguel en el pequeño cementerio de la familia Argüelles, bajo un castaño. Es una tumba discreta, como a él le hubiera gustado. Dalmacio había pensado en escribirme, pero una carta que le hice llegar desde Segovia le había anunciado mi llegada. Juntos lloramos la muerte de un buen amigo, de un gran golfo, de un niño mimado que había crecido hasta convertirse en un gran hombre.

El marchante se quedó con nosotros en la Quintana, mientras Dalmacio me contaba los últimos días de la vida de Luis Miguel y me enseñaba las cartas que había dejado escritas. Había una carta de despedida de pocos días antes de fallecer, que Dalmacio no había tenido tiempo de enviarme y que me habían escrito juntos. Otra de ellas resultó ser un acto de últimas voluntades. En ella, con letra temblorosa de moribundo, manifestaba su propósito de que sus pocas pertenencias se repartieran entre Dalmacio y yo mismo, con algunas disposiciones a favor de nuestro amigo. Dejaba una cantidad a la Iglesia para que se dijeran misas en su nombre y en el de su madre, y afirmaba que velaría por nosotros desde donde estuviera.

Cuando hicimos repaso, nos quedamos estupefactos. Con su último y generoso acto, Luis Miguel nos había ayudado mucho más allá de lo que hubiera pensado. De nuevo, me maravillé del milagro de la amistad y de la buena suerte que he tenido de coincidir con amigos tan generosos. En realidad, en el momento en que ese testamento había sido redactado, Luis Miguel pensaba que nos estaba legando apenas su propio ajuar y un poco dinero que llevaba encima, pero yo me había encargado de organizar la herencia que le había dejado su madre antes de que él se enterase de que era el propietario de ese dinero. Gracias a don Roque y a los papeles que yo había traído conmigo en mi viaje, hemos retirado de los bancos una cantidad fabulosa, que invertiremos en nuestra fuga.

Pero pronto las cosas se complicaron aquí, querida mía. Hace unos meses mataron a un cura, y las pruebas han llevado a los investigadores a la propia puerta de la Quintana. Quedó claro que debíamos huir rápidamente. Quisimos pedir ayuda a Bazkoare, un amigo de Dalmacio que es originario de San Sebastián y cuya familia tiene contactos y posibles, pero la carta nos fue devuelta, sin abrir, metida en un sobre. No sabemos si Bazkoare ha muerto o no quiere ayudarnos, o quizá no puede, o si la carta no ha llegado a sus manos, pero el caso es que no podemos contar con él.

Anoche, los falangistas prendieron fuego a la Quintana, pero nosotros ya habíamos huido. Estamos escondidos en el palomar de la iglesia de Marcenado del Moire hasta que la gente de la Cruz Roja pueda rescatarnos y nos pueda incorporar a la gente subterránea, camino de México. El marchante se viene con nosotros, creo que más por afán de aventura que por auténtico temor de su pellejo. Xoaquín el comunista ha considerado lo mismo brevemente, pero confía en que la protección de su padre, el señor alcalde, le mantenga a salvo.

Es inviable que vosotros y yo nos encontremos aquí en Asturias, así que os escribiré tan pronto me establezca en México para que podamos reunirnos allí. Dejo a don Roque encargado de enviarte la presente, así como otros papeles y todas las cartas de mis amigos que no quiero llevarme en mi viaje, aunque supongo que a estas alturas, Prado ya te habrá contado las circunstancias de mi partida de Madrid y estarás sobre aviso. Intentaré ponerme en contacto contigo tan pronto pueda.

Ten por seguro que os amo muchísimo. Soy un embustero por haber fingido mi muerte, y un fugitivo, y no soy digno de esperar tu perdón, pero separarme de vosotros ha sido la única manera que he encontrado de protegeros y de alejar a los enemigos, atrayéndolos sobre mí. Ahora que estoy oficialmente muerto, no tienen por qué perseguiros; a razón de cómo vi a la hermana de Francisca la última vez que la tuve delante, es más que probable que a estas alturas la haya matado la tuberculosis.

Aquí, en este palomar infecto, donde me espeluzna la cantidad de enfermedades que nos pueden transmitir las heces de estos pájaros asquerosos, pienso si todos mis enemigos no serán imaginarios, y sólo son fantasmas en mi mente, producto de estos tiempos terroríficos de revanchas y odio soterrado. La guerra no ha terminado para los que la perdimos. Esos enemigos que no he querido crearme me obligan a este viaje en el que es probable que muera, como mi mentor, bombardeado por alemanes o por ingleses, o robado por algún compañero de viaje, o enfermo. Qué más da; estaré igualmente muerto. Quizá por miedo quiero pensar que esos enemigos no son reales, pero sé que estaréis más seguros sin mí. Perdóname por todo lo que te he hecho, por favor.

Mañana partiremos. Hasta que volvamos a vernos, mi amor, intenta ser feliz y que nuestros hijos lo sean. Y si lo que viene es niña, por favor, ponle Margarita, como mi madre.

Siempre te quiere,

Emilio.

Carta 46: De Emilio a Elena
0 votes, 0.00 avg. rating (0% score)

Deje un comentario