Las cartas

Carta 43: De Emilio a Luis Miguel y Dalmacio

0 Comentarios Imagen Carta 43

Segovia, 20 de julio de 1941

Mis queridos amigos:

Lamento no haber podido escribir antes, pero una serie de inesperados acontecimientos me ha mantenido extremadamente ocupado. Espero informaros en persona de gran parte de ellos muy pronto, pues las circunstancias aconsejan que, de nuevo, desaparezca de Madrid por una temporada. Dado que, como comprenderéis en breve, no es lo más indicado volver a Toledo, el único otro lugar que se me ocurre donde pueda sentirme refugiado y a salvo es la Quintana. Así pues, me tomaré la libertad de presentarme allí tan pronto pueda. De hecho, ahora mismo ya me encuentro viajando hacia allí, pues mi partida fue muy precipitada.

Espero llegar a tiempo de darte un abrazo, Luis Miguel, y de intentar que mis artes médicas te alivien en la medida de lo posible. Parte de lo que me ha entretenido estos días fue una visita de tu señor padre, quien envió recado para verme poco después de tu partida. Debo reconocer que por un momento me sobresalté, pues en mi cabeza aún estaba catalogado como un enemigo a evitar, pero rápidamente acordamos una cita en la tetería Embassy.

Vino elegante y atildado, aunque los profundos surcos que se le marcaban entre las cejas y en las mejillas indicaban un gran sufrimiento interior a cualquiera que supiera verlo. No obstante, estaba tranquilo y sereno, como aceptando su penitencia por la saña con la que te ha perseguido. Me agradeció mi amistad contigo, pues según me dijo, le habías contado toda nuestra relación, y además me confesó que te había ocultado algo.

Me informó de que la herencia de tu madre estaba lista para llegar a tus manos. Por lo que me dijo, la familia de doña Águeda tenía numerosas propiedades en Ávila, resultando que ya cuando se casaron, ella era más rica que él, sus inversiones habían sido sabias y lucrativas y aunque en guerra se había perdido mucho, quedaba un estupendo patrimonio que, tras el fallecimiento de tu madre, él había decidido liquidar. No fue hasta que salió del piso del doctor, después de hablar contigo, cuando se acordó del dinero, que hasta el momento consideraba suyo. Convencido de que ya eras digno de recibir tu herencia materna, había impartido órdenes a su amigo y abogado Joaquín Urrutia para que hiciese unos depósitos a tu nombre, y ahora resulta, compañero, que tienes a tu disposición más dinero del que puedas gastarte en varias vidas.

Se despidió cortésmente, dejándome el encargo de que me pusiera en contacto contigo, seguro de que tú y yo mantendríamos correspondencia, y te hiciese llegar estas noticias por nuestros conductos acostumbrados. Además, me dejó un sobre, que llevo conmigo, con autorizaciones y un listado de bancos que te darán acceso a tu patrimonio. Se alejó caminando despacio, arrastrando un poco los pies, pero recto y digno. De nuevo, eres un hombre rico, amigo mío.

Debo reconocer que esta vez no ha sido fácil haceros llegar una carta. Utilizaré mis contactos en la Cruz Roja para enviaros la presente, ya que aquí en Segovia estoy esperando a mi buen colaborador, el marchante de aceites, para incorporarme a su recorrido hasta Asturias. El recuerdo de las parejas de la Guardia Civil subiendo cada pocas paradas a los vagones de tren me ha disuadido por completo de tomar el ferrocarril, y tu descripción del viaje en autobús me ha quitado todas las ganas de utilizar ese medio de transporte. Una buena alternativa hubiera sido irme por mi cuenta en mula, pero ya no dispongo de mi fiel animal. Aunque, si fuera necesario, me iría andando.

Tengo muchas cosas que contaros y la espera al marchante se me está haciendo eterna, así que mataré el tiempo escribiendo. Eso sí, es probable que luego os lo vuelva a contar de viva voz; espero que sepáis perdonarme. Estos días han sido muy intensos y aún me encuentro en proceso de asimilarlos, y ponerlos sobre el papel me ayuda a reducirlos a un tamaño con el que los puedo manejar. Mi vida ha cambiado. Más bien, mi vida ha desaparecido. Y resulta que siento un tremendo alivio. No sé si acabo de entenderlo.

No voy a ser catedrático. No, al menos, en la Universidad de Madrid. Nunca. Durante estos días de verano, la actividad en la Universidad cambia, aunque no desciende. Aprovechando la ausencia de alumnos, se produce un prolijo baile de máscaras entre despachos, lugares de encuentro social, residencias particulares, fincas, cacerías, donde nadie habla claro y donde se deciden los favores, los candidatos, los intercambios y los precios a pagar. Con la muerte de don Álvaro, me he quedado sin mentor y sin pareja de baile que me dirija entre todas esas trampas sin dar tropezones. Además, no tengo nada que ofrecer, más que mi propio conocimiento y mi oficio. Sólo soy un advenedizo venido a más. Y se ha acabado mi mascarada.

El pasado día 1 de julio, coincidiendo con la recepción de una carta de mi mujer desde Toledo, llegué a mi despacho en la facultad y me lo encontré cerrado con llave. Extrañado, pregunté en un pasillo a uno de los bedeles, y el hombre, sin atreverse a sostenerme la mirada y tras bastante insistencia por mi parte, me respondió entre dientes que no tenía la llave y que habían vaciado mi despacho por orden del decano. De mis pertenencias, no tenía conocimiento. Furioso, le presioné para que me dijera con quién podía hablar para arreglar esa situación, y fue entonces cuando levantó la vista, me miró muy serio, cambió el tono de voz y me dio un buen consejo. Me dijo, de hombre a hombre, que una retirada a tiempo es una victoria. Y le entendí. Sin más, se despidió con una breve inclinación de cabeza y desapareció en las profundidades de la facultad.

Permanecí un rato en aquel pasillo, asumiendo la noticia. Estaba despedido. Así de fácil. Reflexioné un momento acerca de lo que pudiera tener en el despacho que quisiera recuperar y descubrí que nada tenía ningún valor si no iba a seguir dando clases. Por supuesto, más temprano que tarde tendría que dejar el piso de la Castellana. Como Ícaro, había volado demasiado alto y mis alas se habían derretido, precipitándome al suelo. Entonces consideré las opciones que tenía.

Los gastos de mi nueva vida en la alta sociedad habían sido muchos y se habían comido mis pocos ahorros; necesitaba algo de dinero para volver a empezar. Me encontraba al borde de la ruina, con pocos amigos y con la única compañía de una doméstica algo ciega y bastante sorda con mucho más corazón que cerebro. Pero al menos, tenía la consulta que me había legado el doctor Cervello de Guillerna. Quizá pudiera trabajar allí unas semanas para reunir algo de dinero y luego reunirme con mi familia, y a lo mejor, volver a abrir una consulta en Toledo, o volver a ser un médico de pueblo. De nuevo, tenía mi vida en mis manos, pero estaba asustado por mi desprotección.

Primero, envié un billete a mi fámulo, Ricardo, para que se pusiera en contacto conmigo en cuanto le fuera posible, y después me dirigí a la consulta del doctor Vicente Lamata, que había quedado a cargo de los asuntos médicos de don Álvaro y que, siendo su albacea, me había ayudado con los papeleos tras su fallecimiento. Es un hombre más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, pero bien conservado y con tendencia al buen vestir, de mirada clara e inteligente. Cuando pudo recibirme le expliqué mi situación. Se hizo cargo y me ofreció su ayuda, pero me señaló la necesidad de ser discretos. Hasta calibrar la magnitud de mi caída y los enemigos que, involuntariamente, me hubiera creado, él tenía que tener en cuenta su propia reputación. Me dijo que me tomara un par de días libres para ver si pasaba algo.

Me insinuó también la conveniencia de buscar otro alojamiento, y de inmediato me vino a la cabeza la vivienda de don Álvaro, vacía desde la partida de Luis Miguel. Pero alguien dijo que tres mudanzas equivalen a un incendio, y no podía tener más razón. Para evitar la molestia de otra mudanza, además pensando que pronto volveríamos a Toledo, y aún furioso por las maneras con las que me habían despedido, decidí que nos quedaríamos en el piso de Castellana para crearles el trastorno de que tuvieran que echarnos. Además, ya casi me había acostumbrado a tener a la hermana de Francisca y a ese hombre, que no conseguía ver bien, rondando por la zona. Después tuve ocasión de lamentarlo.

En la carta que mi mujer me había enviado y que aún yo no había tenido tiempo de leer, ella me comunicaba la imposibilidad de desplazarse en ese momento para una posible toma de posesión de mi cátedra, debido a las molestias propias de su estado, a lo que debía añadir que hacía falta a su familia durante la época de la cosecha. Percibí la desgana en sus palabras. Además, incluía una fotografía de Prado que había aparecido al revelar el carrete un vecino del pueblo, pues pensaba a que a nuestra mucama le gustaría tenerla. Al parecer, la película tiene muchísima longitud y no se revela su contenido hasta que no se termina todo el rollo, lo que en ocasiones lleva meses o incluso años. En esta ocasión, Prado aparece sentada en una silla rodeada de chiquillos, entre los que no estoy muy seguro de que se incluyan sus propios hijos. En cuanto me descuidé, Prado tomó unas tijeras y se recortó el rostro de la fotografía, con el argumento de que salía muy fea. De qué otro modo podía salir, pensé yo. Tenía que haberlo tenido en cuenta, pero ocupado de mis propios asuntos, no lo hice.

No encontré el momento de responder a mi esposa. No sabía cómo decirle que no iba a haber tal toma de posesión, tenía la sensación, cierta, de haber fracasado, de haber vuelto a perder, y ¿cómo podría presentarme ante ella así? Arruinado, vencido y espiado. Postergué mi respuesta como un niño gandul que evita hacer las tareas de la escuela.

Al día siguiente, Prado salió a comprar y tardó en volver. Yo no tenía nada que hacer y estaba releyendo nuestras cartas para matar el tiempo, pero por fin empecé a preocuparme, sobre todo cuando llegó la hora de la comida y no zumbaba como un insecto desquiciado por la cocina. Cuando por fin llegó, quiso escurrirse hacia sus aposentos, pero algo enfadado, se lo impedí tomándola de un brazo. Se encogió llorando como un perrito, como en los primeros tiempos, cuando se asustaba ante los movimientos bruscos. La solté de inmediato y le pregunté qué ocurría, pero no me lo quiso contar. Me he caído, decía, no tiene importancia. Se escabulló hasta la cocina, pero no llevaba la compra.

Escamado, la seguí. Cuando me fijé un poco mejor, vi que tenía marcas de dedos en el cuello y cerca de la oreja. No había duda de que le habían pegado. Le pregunté si habían intentado robarle o había tenido una refriega en el mercado, pero estaba demasiado asustada. Tuve claro que quería enterarme del asunto. Tomé una silla, me senté delante de ella, encendí un cigarrillo y le dije que no me iba a mover de allí hasta que no me contase qué había ocurrido.

Me costó un buen rato, pero me salí con la mía. Decía que le daba mucha vergüenza, que no sabía qué iba a pensar de ella, y por fin cogió aire y me dijo, muy seria, que había sido su marido.

Por Dios juro que casi me trago el cigarrillo de la impresión. Prado, le dije, tu marido está muerto. Sí, me respondió, lo maté yo. Prado, contesté, intentando conservar la calma, tú eres viuda de guerra, ¿qué estás diciendo?

Al fin pareció tomar una decisión, dijo que quería enseñarme algo, fue a su cuarto y volvió con una carta en las manos y otros papeles. Sin decirme nada más, me los tendió. Leí.

“En campaña, 13 de septiembre de 1938

Camarada Ángeles Teuler:
Hoy, día de la fecha, he recibido su carta a contestación de la mía. Por ella veo que ha comprendido usted la desgracia ocurrida al pobre compañero Segorb. Me perdonará usted si he sido claro para comunicarle esa desgracia tan grande para usted como para nosotros, pues nosotros hemos perdido un excelente camarada y la República uno de sus mejores defensores. Suerte que quedamos algunos otros que sabremos vengar eso, camaradas que murieron cubiertos con un aura de heroísmo que nadie puede superar.
También quiere que la dé la fecha de tan cruel desgracia. Fue el día 9 de agosto de 1938, fecha memorable para todos nosotros que tenemos que sentir. Su compañero fue dado sepultura el mismo día. Referente a la cartera, fue entregada al puesto de mando, pero el enlace que las llevaba fue muerto cuando cruzaba el río Segre y todas las documentaciones fueron arrastradas por la corriente.
Todos los compañeros me encargan que le dé el pésame en nombre de ellos, y al paso le doy el mío, que es mayor por lo buenos compañeros que éramos.
Sin más que tenerla que comunicar, se despide este camarada, que si en algo tengo que servirla ya sabe usted dónde me tiene.
Firmado, Tomás Caballero.”

Puedo citar esta carta con tanta exactitud porque ha aparecido entre los papeles que tengo conmigo. Espero poder enviársela a Prado en el futuro para que quede de nuevo en su poder. Pero en aquel momento no entendí nada. ¿Por qué estaba dirigida a Ángeles Teuler? ¿Quién era esa mujer? Por haceros el cuento corto, pues intentar que mi doméstica se explicara fue una empresa considerable, esto es lo que saqué en claro.

En el cafarnaúm de la guerra, un hombre llamado Tomás Sogorb Pérez había caído en el frente. Algún mando había confundido a esta persona con Tomás Segorbe Fernández, que era el marido de mi criada, borracho y gandul, quien había desertado en la primera oportunidad que se le presentó. La confusión no fue corregida, y mucho menos por Prado, que vio la oportunidad de librarse por fin de un matrimonio desgraciado y además, pedir una pensión.

La pobre infeliz no había advertido que así privaba a otra familia de conocer el destino de ese hombre, ni que era probable que el desgraciado se presentase de nuevo cuando no tuviese otro sitio al que ir, ni que si descubrían su impostura podrían meterla en la cárcel. Simplemente, se encontró con la posibilidad de ser viuda, y le pareció una excelente idea. Y en realidad, hasta el momento había funcionado.

Le pregunté si no se había dado cuenta del error, y me dijo que sí, en el mismo momento en que le leyeron esa carta que me había enseñado, porque nadie jamás hubiera hablado en esos términos de Tomás Segorbe Fernández. Pero no se lo dijo a nadie, siendo la única vez en su vida en que había dicho una mentira. Menudo embuste fue a elegir.

Pero el hombre, en efecto, no sólo había sobrevivido a la guerra, sino que había regresado a su casa en Toledo, harto de dar tumbos, y se había encontrado con que su familia ya no estaba allí. Se había cambiado el nombre, quién sabe con qué artes, para que no le acusaran de desertor, pero encontró a sus hijos, a través de los cuales averiguó dónde paraba su mujer, y le había parecido buena idea hacer el viaje hasta Madrid para pedirle dinero. La había encontrado hacía unos días, pero me dijo que no había pasado de insultarla por vivir a solas conmigo. No obstante, en esta ocasión le había quitado el dinero de la compra y como no tenía más, le había dado unas bofetadas y agarrado del cuello, volviendo por sus fueros.

Según me contó Prado, vivía con una mujer llamada Justina Molero, que tenía tan poco oficio o beneficio como él. Y entonces todo conectó en mi cabeza. Justina Molero era la hermana de Francisca Molero, la madre de mi hijo Miguel. Necesitaban dinero y querían chantajearme a mí o a Prado, pero no teníamos nada que ofrecerles. Era un problema añadido a todos los demás. Debía solucionar mis asuntos y marcharnos de Madrid cuanto antes. En cuanto al tal Tomás, como marido de ella que era ante Dios y los hombres, no podía ser contestado. Le recomendé a mi sirvienta que fuera a comprar temprano, ya que ningún borracho madruga, le dije para consolarla que no le restaría el dinero robado de su paga, que de todos modos le debo, y le prometí que nos iríamos en cuanto fuera posible.

Un día después, que Prado había utilizado para llorar por cada rincón de la casa hasta mi hastío, ya había informado a Ricardo de mi propósito de retornar a Toledo, y él me había comunicado su decisión de permanecer en Madrid para cursar la carrera de Medicina, de lo que me alegré. Había conocido a una chica, me dijo ruborizado, le habían contratado como botones en el edificio de la Compañía Telefónica, y quizá pudiera sufragar sus estudios y mantenerse a la vez. Le deseé buena suerte, pues no podía hacer más por él.

El día 3, como digo, llegué a la consulta del doctor Lamata, con la intención de ponerme a su disposición para lo que quisiera mandar, y él me estaba esperando. Me hizo pasar a su despacho, donde una ventana abierta dejaba pasar un aire de fuego veraniego, y en voz queda, en su calidad de albacea, me comunicó que gracias al certificado de defunción de don Álvaro, aunque no consideraba conveniente hacer un funeral público, había abierto el testamento. Me había nombrado su heredero casi universal. Dejaba unas disposiciones sobre la consulta médica, y una bonita cantidad líquida para hacer frente a los gastos de transmisión de la herencia, pero incluso así, me había obsequiado con un capital completamente descomunal para un médico de pueblo como yo. Si lo manejaba con un poco de inteligencia, mi futuro y el de mi familia estaban garantizados.

Tardé unos momentos en reaccionar. La sorpresa me había arrebatado las palabras ante este increíble giro de la rueda de la Fortuna. Me levanté de la silla y me asomé a la ventana del despacho, maravillado por la increíble generosidad de mi mentor, por la bendición que tuve de que me pusieran a sus órdenes, y por su decisión de no haberme mencionado jamás tal extremo. Y le lloré de nuevo, infinitamente agradecido por su protección y cariño, y echándole de menos como no atiné a hacerlo con mi auténtico padre, y como no tuve tiempo de hacer con mi tío.

Durante los días siguientes, los otros problemas se me borraron de la mente, mientras el doctor Lamata se convertía en Vicente para mí. Pude apreciar en él las virtudes que sin duda le vio don Álvaro, siendo la mayor de ellas la inteligencia, y la segunda, la rapidez de raciocinio. Qué bien nos hubiera venido un hombre como él en el frente. Hicimos recuento de las propiedades del doctor, entre las que, por supuesto, se encontraba el piso, además del arriendo de parte de un edificio de viviendas en el barrio de Tetuán, varios terrenos en las afueras, campos de cultivo, diversas inversiones e incluso una pequeña bodega en la provincia de Toledo. Dimos orden de vender algunas propiedades, de hacer algunas inversiones y Vicente me arrastró ante el notario para otorgar un testamento para mi familia, en el que le nombré albacea. Hasta este momento, no he tenido la oportunidad de comunicarle a mi mujer que tiene el futuro resuelto, ella y nuestros hijos, para siempre.

Eso, siempre y cuando consiguiera solucionar algún detalle que otro. Una mañana, llamaron a la puerta de mi casa con malos modos. Prado fue a abrir, y se encontró con que dos individuos ciertamente inquietantes se le habían colado en el recibidor antes de que se diera cuenta. Preguntaron por mí, que al oírles abandoné mi desayuno y me presenté aún sin chaqueta, para encontrarme a los dos hombres que me habían interrogado hacía unas semanas en mi despacho de la universidad. Despedí a Prado y les invité a pasar al comedor, donde mi desayuno se enfriaba. Bajé el volumen de la radio y me puse a su disposición, haciéndoles notar que ya no trabajaba en la universidad y que no tenía nada pendiente con ellos.

No pareció importarles. Empezaron a hacerme de nuevo preguntas sobre mi familia, sobre mi relación con Prado, si tenía amigos… Rehusé responderles y quise saber quién les enviaba, pues aunque no se lo dije, mi contacto en la tetería me había informado de que en la ocasión anterior, el incitador de su presencia en mi despacho había sido Pascual Bravo y yo había dado por aclarado ese capítulo. Pero uno de ellos se abrió la chaqueta y me mostró, delicadamente bordado en su pechera, el símbolo del yugo y las flechas.

Al igual que pasó con el señor Herranz, Pascual Bravo había lanzado los perros sobre mi rastro, y aunque nuestras diferencias fueran inexistentes, nada podría apartarles de una posible presa. Era cuestión de tiempo. Reconozco que me asusté, y opté por desviar la atención y darles un poco de pena. Comenté el reciente fallecimiento de mi padrino, mi cese fulminante de mi puesto de trabajo, y que mi mujer estaba con sus padres debido a su estado y que ardía en deseos de reunirme con ella en cuanto cerrase mis asuntos en la ciudad, asegurándoles que saldría de Madrid en breve para no volver nunca jamás.

Esto pareció satisfacerles y uno de ellos me señaló que los aires de los Montes de Toledo le sentarían muy bien a mi salud. Entendí perfectamente su insinuación, pero el otro se rió entre dientes y mirándome con burla, me dijo que si tenía tanto aprecio a la tierra toledana, podían conseguir que permaneciera en ella para siempre. Se me heló la sangre, la verdad, porque no sabía si interpretar que podían conseguir que no saliera de Toledo profesionalmente o si me iban a enterrar en cualquier cuneta. Temí por mi familia, y de nuevo me alegré de estar separado de ellos. Por fin, conseguí que se fueran de mi casa. Desde ese día, aceleré los trámites de la herencia para poder partir cuanto antes, planeando el viaje para hoy, día 20.

Ocupados en esto, llegó la festividad de Santiago y se celebraron algunos festejos, pero todo estaba preparado para el día grande: el 18 de julio. Ahora lo llaman “la Fiesta de la Exaltación del Trabajo”, pero es la celebración del aniversario del día en que el sueño republicano terminó y medio país cayó sobre la bota del otro medio. Dos años ya. Se me han hecho tan cortos como largos. Tengo la sensación de que las sombras de aquella guerra fratricida se alargarán décadas en el tiempo, pero a la vez serán pisadas, como todas las sombras, por gente que se olvidará de su presencia, pero que tendrá los pies fríos sin saber por qué.

Debo interrumpir mi carta, amigos míos, pues el marchante llega para recogerme. Espero veros en unos días, pero ya que daremos un rodeo para evitar las principales poblaciones, envío esta carta por otros medios más rápidos que mi persona para anunciaros mi pronta llegada. Querido Luis Miguel, aguanta. Quiero darte un abrazo cuando te vea.

Vuestro amigo que lo es,

Emilio Pérez-Olivares Espinosa.

 

Carta 43: De Emilio a Luis Miguel y Dalmacio
0 votes, 0.00 avg. rating (0% score)

Deje un comentario