Las cartas

Carta 3: De Dalmacio a Emilio

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18 de julio de 1940

Querido amigo:

Han transcurrido tantos meses desde nuestro último encuentro, que cada vez me acuciaba más la necesidad de escribirte.
Nada me reconfortaría más que estas palabras llegaran hasta ti, porque, lamentablemente, en estos tiempos convulsos que nos ha tocado vivir, ya no se puede estar seguro de nada. Acabo de llegar a mi querida Asturias, sí. En el hospital soñé tantas veces con regresar, que esa idea fija llegó a convertirse en una obsesión, y temí incluso en que pudiera derivar en una perturbación anímica y de alguna manera repercutiera en dolencia.

Bien, Emilio, ahora, después de haber regresado a mi casa, a esta morada que me acoge tal y como deseé en mis anhelos, aún sigo fantaseando con mis deseos: ahora quisiera también regresar, pero a los tiempos de Juan I de Castilla. Sería la única manera de escapar, de huir de este régimen dictatorial que seguro reprueba la mayoría de la población de nuestro país. Puedes pensar que he perdido la cabeza, y la fortuna tal vez haya querido que sea así, porque dime… ¿no es de esto de lo que está compuesta la vida? Pero mi pensamiento ha tenido tiempo para razonar. He llegado a varias conclusiones, a cual más disparatada, más por la imposibilidad de imposición por estos tiempos convulsos, que por la efectividad, si es que algún día llegara a establecerse. La única manera de volver a algo semejante a la paz que desde hace tanto tiempo añoramos los asturianos sería rescatar a la vieja Junta General del Principado, pero nos separan varios siglos del autogobierno medieval. Y si he de serte sincero, prefiero que se encadenen miles de “Guerras de los 100 años”, que vivir bajo un techo que se sostiene sobre la ideología del franquismo. Aquí, en la que siempre fue mi casona, en la buhardilla que me abriga esta primera noche en mi tierra, contemplo casi a ultranza las chozas humeantes. Escucho también cómo en la primera planta Madre Brígida limpia la fragua que resulta del carbón y el hierro, y parece que no ha pasado el tiempo. Y aunque ahora el perfume de la leña me reconforta, y también la visión a través de la ventana que me ofrece la noche al caer sobre el desfiladero y las ruinas de la ermita, hay algo que entorpece todo este espectáculo, y es pensar en las bases que desde ahora regirán nuestros destinos: el nacionalismo, el catolicismo mal entendido y el anticomunismo más feroz que sirven de apoyo a un régimen de dictadura militar autoritaria. Esto me sumerge en el destino incierto de una nación que, desde que tengo uso de razón, no termina de establecerse en la paz. Esta “democracia orgánica”, en oposición de la democracia parlamentaria, definitivamente es el fin de todo lo que hemos luchado, Emilio, mi querido amigo, han ganado. Es ahora, en Asturias, rodeado al fin de lo que tanto anhelaba, cuando me he dado cuenta del infierno que hemos vivido, estamos viviendo, y lo que más temo, la incertidumbre que nos queda por vivir.
Pero el primero de abril vi una pequeña luz ¿o tal vez debería decir vimos? Me estoy refiriendo a esa pequeña esperanza a la que debemos aferrarnos para seguir viviendo.
¿Recuerdas aquel día, Emilio? Fue un día agridulce que ninguno podremos olvidar.

Ya había anochecido, se acababan de recoger las mesas en el comedor del sanatorio y conectaron los megáfonos del patio. Nos extrañó, y no porque no sonara el “Himno del Trabajo” ni aquella canción incesante que hablaba de “unos héroes del mañana llenos de fe y de ilusión”, sino porque era la primera vez que conectaban la radio a aquellas horas. Hacía unos minutos habían dado la orden a las enfermeras para que abrieran las ventanas. Y cuando escuchamos aquel desagradable sonido metálico, te miré sabiendo que dirías aquello sobre la realimentación, que podría evitarse simplemente redistribuyendo los altavoces alejándolos del micrófono porque recogían su propia señal reintroduciéndola en el sistema. Enseguida la voz de Fernando Fernández de Córdoba interrumpió los acoples y las voces de la sala para poner fin a la Guerra Civil. ¿Recuerdas? Ni el tapón de vino ni la onza de chocolate con la que fuimos obsequiados todos los pacientes por orden del Doctor Cervello de Guillerna fueron capaces de apagar ese sabor de amarga esperanza que nos acababa de regalar Radio Nacional.

Aquella locución del parte resultó ser para mí la mejor de las terapias, pues apagó definitivamente la idea que con tenaz persistencia había estado atormentando mi mente y mi existencia durante tantos meses. Pero pronto asaltaron a la razón situaciones cercanas a la esperanza que esta vez sí se situaban en una realidad cercana, así que, estando aún en el hospital, y como tantas veces, me evadí. En ese momento sí que podía verme descender desde las montañas que me vieron nacer. Podía imaginarme, al fin, caminando por el valle largo hasta las laderas que albergaron mis juegos siendo un niño… Luego, avanzando por un estrechamiento recorrido mil veces, y después de tajar el desfiladero hasta llegar al promontorio, podía realmente ver las ruinas de la abadía y la ermita, aquellas que, seguro, y con el aire fresco, me susurrarían en bable la ansiada bienvenida que anhelé tantos cientos de veces. Ahora, he de irme, Emilio.

Mañana temprano iré al pueblo a echar estar carta. Ya es tarde y quiero despertarme con la llamada del gallo para comenzar a organizar esta nueva etapa de mi vida. Un abrazo afectuoso, querido amigo. Nada me haría más dichoso que recibir noticias tuyas.

Dalmacio Argüelles Sella

Carta 3: De Dalmacio a Emilio
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