Las cartas

Carta 30: Del Doctor Álvaro Cervello de Guillerna a Emilio

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Madrid, 19 de abril de 1941

Mi muy querido Emilio:

Hay ciertos momentos en los que hablar es difícil, bien porque no hallamos las palabras suficientes o bien porque las circunstancias tienen en sí mismas ecos más potentes que hacen palidecer nuestras propias voces. Sin embargo, pedir disculpas no debería limitarse a una mera expresión de arrepentimiento: debería llevar consigo propósito de enmienda, y es lo que espero conseguir con esta carta.

No están los tiempos para meditar en alta voz. No lo han estado desde hace años y sospecho que así se mantendrán en un futuro cercano. Me abruma pensar en el mañana, quizá porque comienzo a tener esa edad en la que los recuerdos pesan más que las esperanzas, o porque he visto tanto dolor en el mundo que sólo ansío ya que almas más puras puedan habitar en él con un mínimo de libertad humana. Sin embargo, no te llames a error: lo acontecido en las últimas semanas debería hacer de mis reflexiones una llamada de atención para con tu propia vida de la que, quizá sin querer, soy ahora tan responsable como tú mismo.

Mientras me quede aliento haré lo que pueda en favor de los hombres, que seguro no merecen tantos desvelos, pero, reconozcámoslo, es lo único que tenemos para trascender de nosotros mismos. Al menos yo, que no he concebido hijos a pesar de haberlos ansiado mucho. En el fondo te veo como uno de ellos. El mejor, quizá. Quizá el único.

Emilio, lamento haberte hecho pasar por este período de penalidades y de desazón. Era necesario. No te lo dije en esa ocasión, mientras nos arrebujábamos al abrigo de la fresca tras atender a ese pobre desgraciado sin esperanzas. Cuántos instantes similares habremos vivido ambos durante la contienda: mismos hombres, mismas costumbres, sueños idénticos… Querido Emilio, todo esto era necesario. No la guerra, desde luego, ni la locura, ni la destrucción, pero sí este período de prueba al que te hemos sometido. Hemos. He empleado bien el tiempo verbal. Y créeme que lo lamento. Pero sabía que te alzarías triunfante de prueba semejante: has demostrado tu calidad humana y tu aprecio por mí, que tal vez no merite tal honor ni tamaño sacrificio. Y ese es, quizá, el recuerdo que más grabado me ha quedado y que me ha hecho más feliz de esa noche llena de presuras y de intensidad.

No es fácil hablar de felicidad en un mundo hecho pedazos, ¿verdad? Pero existe, Emilio. Cada paso, cada soplo de aire; el agua que apaga nuestra sed, la caricia de un niño, la mirada aprobatoria del más inútil de nuestros estudiantes… Todo eso lo he visto en ti, Emilio, mientras recorres torvamente el largo camino que separa Atocha de Moncloa, donde te he establecido un hogar perentorio y tu futuro, que sospecho mucho más estable de lo que crees.

Has visto el estado en el que ha quedado el Hospital Clínico. Alzado, orgulloso, en la meseta de Moncloa, era demasiado importante para ambos bandos, casi tanto como para la ciudad y para el país. Una península entera separada por un montículo lleno de artillería perdida. Sigue dándome dolor ver, en las paredes semiderruidas, las heridas de las balas y la escombrera liosa que han dejado tras de sí las bombas de ambos bandos. El mundo es un caos, Emilio, al que nos hemos visto arrastrados por ideas preconcebidas por otros. Si hubiésemos tenido el tino de pensar por nosotros mismos, o al menos de poner en solfa tales soflamas, quizá no estaríamos de esta guisa hoy aquí. Pero a toro pasado todo es explicable, y lo que nos ocupa ahora no se merece perder más tiempo en circunloquios vacuos que ya no importan a nadie, y mucho menos a ti y a mí.

Te pido disculpas por callar. A veces el silencio es un arma mortal, lo sé. Arriesgaba mucho ocultando motivos más profundos que los de desear ayudarte, mas ha sido éste y sólo éste el verdadero motor de mi ofrecimiento y de mi interés. Te estimo en grande, Emilio, pero mi ojo es capaz todavía de ver más allá de los espejismos que el cariño prende en el corazón humano: tu sapiencia, tu saber estar, la preocupación para los demás, esas ideas que fluyen entre el oleaje de falsa modernidad de una filosofía que viene del frío y esa otra que, de tan manida, yace congelada en el fondo de nuestros pensares. Hay mucho de ti que admiro, y la fuerza de carácter y la lealtad no son poca cosa en la lista de tus virtudes. Deseaba ayudarte, y necesitaba asimismo un compañero que completase en brío y determinación los anhelos que aún conserva este corazón que late.

Como te bosquejé al claro del amanecer esa noche presurosa, pertenezco, junto con otros colegas de alto linaje, a una red de ayuda a refugiados que huyen desesperados del nuevo infierno que ha prendido en el resto de Europa, como si nuestro propio Purgatorio no hubiese sido suficiente ni la locura de la Gran Guerra bastante. Esa ayuda opera empleando las rutas de servicio de la Cruz Roja: por eso está en nuestras manos. Como debes saber por los rumores que corren por la facultad y el Hospital de San Carlos (y, de seguro, entre los ruinosos despojos del Hospital Clínico), además del intercambio de alimentos y medicinas, se truecan seres humanos: pobres almas que apenas hablan más idiomas que las bellas rimas germánicas o las antiguas lenguas romances tan poco parecidas a nuestro propio castellano, pero cuya convicción y ganas de vivir les asegurarán, en medio de recuerdos que no alcanzo si quiera a vislumbrar, prosperidad y alivio de supervivientes.

La red está bien establecida. Los encuentros se tejen en la Tetería Embassy, cerca de donde os iréis a vivir, en el Paseo de la Castellana. Ya son horas de que tu mujer y tus hijos disfruten del verdadero estatus del que te has hecho merecedor. Allí se establecen los contactos necesarios para arreglar los imperativos legales y marchan, después de salir de su confinamiento en Miranda del Ebro, por varias vías de escape desde Portugal y Marruecos, pero sobre todo desde Redondela y el puerto de Vigo, hacia la libertad.

Esta labor riesgosa me da paz, y me permite sentirme aún más útil. Mi lucha es contra la zafiedad y la ruindad del ser humano; no conoce límites, no tiene credos ni ideologías, salvo quizá la del Humanismo y también, sin vergüenza alguna, la del corazón. Estas pobres gentes son llevadas de aquí para allá como mercancía barata, apiñadas en campos de concentración y abandonadas a la dejadez de sus captores. En teoría, nuestra España es neutral; en esencia, es germanófila de raíz (no en vano hemos sido súbditos de la rama más poderosa pero menos floreciente de los Habsburgo durante un buen puñado de siglos), y veleidosa de alma: no debemos olvidar nunca que en la actualidad un gallego nos conduce. Y poca gente he conocido más tenaz, concienzuda y pétrea que un hijo de la recóndita Galicia. Así, coqueteamos con quien más convenga al Poder, y tengo el convencimiento de que nuestra labor confidencial es menos secreta de lo que quisiéramos y que, quizá, seguimos adelante más por connivencia del propio Estado que por otra cosa. Aunque esto último, siendo sincero, no me saca el sueño; la ayuda que puedo prestar a esos menesterosos, sí.

Es necesario que lo sepas todo. Las paredes oyen y a veces también observan. Estos folios son la forma más discreta que tenemos en la actualidad de desnudar nuestras inquietudes. En público debemos actuar como lo que decimos que somos; en privado (¿y qué es privado en estos días?), gozamos de una mayor libertad, pero no mayor que la que el hueso de la muñeca tiene sobre el hueso del pie. Y como ves, estos papeles se hallan escondidos entre varios informes universitarios y cartas cuñadas con el sello de la Facultad. Todos nos conocemos aquí, querido Emilio, pero las precauciones nunca están de más.

Como te dije al comienzo de ésta, he aquí mis disculpas. Mi comportamiento errático para contigo en realidad tiene varias lecturas, y no menos importante es la que ahora te pienso relatar. Y me adelantaré, lo sé, a un correo que recibirás dentro de pocos días, así que te ruego cuando lo hagas, muestres la contenida alegría que nos caracteriza como profesores universitarios que somos.

Era necesario que entre nosotros hubiese el mínimo contacto, que demostrases tus habilidades naturales y el don de la enseñanza que se te adivina. Como todos, querido Emilio, sin tú conocerlo fuiste sometido al examen del Tribunal de Responsabilidades Políticas y de Depuración de Funciones Públicas: por suerte ya habías abandonado la Facultad cuando ocurrieron los Sucesos de San Carlos y tu nombre no se encontraba enlistado. Además, tu exoneración por dicho Tribunal suavizó las posibles suspicacias que tu bando en la contienda pudiera levantar en estos sabuesos de la Buena Conducta. Como bien sabes, no desean que vuelva a haber casos tan sonados como el de mi querido Juan Negrín, que aunque creo muy equivocado en las formas, en esencia es de corazón puro, y otros pocos colegas más. Muchos de los profesores afectos al antiguo régimen huyeron por sus malas artes o se exiliaron por orgullo intelectual (recuerda que Severo Ochoa ya tenía un contrato de investigación en los Estados Unidos cuando la refriega se acrecentó). Este Tribunal ha suavizado los matices de sus supuestos errores y muchos podrán volver a ocupar sus antiguos cargos o a seguir ejerciendo el noble arte que nos engrandece, Emilio. En nada gozaré de la compañía de mi admirado Marañón, pues pienso alcanzarle pronto en su periplo sudamericano antes de su pronta vuelta a Madrid.

De suerte que hay unas cuantas cátedras vacías de nombramientos y quizá la de Negrín vaya a ser para ti. En todo caso, has sido admitido como profesor titular y la tesis doctoral que tanto trabajo te ha costado ha sido del agrado del tribunal. El amargo trago de haberla presentado, mostrándote sin embargo brillante y resuelto, me llenó de orgullo mal disimulado, he de confesar, porque soy consciente que no te ha sido fácil, de que yo no te lo he hecho fácil. Y por eso quiero que me disculpes una y otra vez. Pero quería que demostrases a los demás miembros del tribunal que mis querencias hacia ti eran reales, y las revalidaste con nota brillante, querido mío, en mi corazón y en sus conciencias. Me alegro mucho por ello. Y a partir de ahora no serás más el recomendado de Guillerna, sino Emilio Pérez-Olivares Espinosa, doctor en Medicina y garante, como muchos en esta clandestinidad que nos hermana, de un secreto entramado de ayuda física y espiritual que no sólo garantizará la integridad del cuerpo, sino el ansia del alma por la libertad.

Tengo paciencia, querido Emilio. Ahora has de ocuparte de salir de esa ratonera en donde vives para que los trabajos de remodelación del Hospital Clínico sigan su curso. Tendrás a tu disposición una casa cómoda, un coche veloz y un ayudante que velará por los trabajos de reconstrucción que se llevan a cabo en Moncloa. Tu puesto está aquí ahora, en Atocha, en las disposiciones del Hospital de San Carlos y pronto en mi propia consulta privada, que te he de dejar con sumo placer en herencia.

Y no encuentres mucha comodidad en el piso de La Castellana, ya que el día por Dios designado, podrás gozar de mis bienes además de mis ayudas, y podréis disfrutar de mis propiedades cerca del Retiro, que sé que extrañas las arboledas sin fin y el rumor de las fuentes. Somos más parecidos de lo que un padre y un hijo pudiesen nunca llegar a ser.

Así me despido por ahora, mi querido colega. Emilio, compinche de noches interminables, interesante conversador, de verbo fácil y corazón caliente, espíritu presto y alma de acero, veo ante ti un camino brillante. Tu tendencia es al Servicio y no a la Investigación. Serás uno de los abanderados del nuevo movimiento que empiezo a prever en nuestra carrera: un equilibrio entre la práctica diaria y la investigación necesaria. En esto, como en todo lo que tiene que ver con los hombres, el punto mágico estará en la labor de equipo. Mucho aportarás a la Facultad, ya no sólo en refinamiento y en coraje y en ánimo, sino en saber práctico, tan necesario en el mundo de las construcciones mentales.

Y no te olvides de este nuestro secreto. Conoces ahora los lugares de ocultamiento de esas pobres gentes y los entresijos necesarios para conseguir los salvoconductos y las rutas de acceso a la libertad humana. Puede que tengas que echar mano de esta red de ayuda alguna vez, aún en contra de poner en peligro a tu adorada familia: siempre hay alguien que necesita de nosotros.

Llegado el caso, sólo llama. En el Embassy tu nombre está grabado a fuego junto al mío, y te reconocerán nada más entrar. Y ellos te indicarán, en el caso de yo no estar presente, lo que haya que hacer.

Nunca hay que mirar hacia atrás, querido Emilio, si no es para aprender de los errores y olvidar lo demás. Por más horrores que hayamos visto, por más errores cometidos, el pasado es algo que va quedando detrás, día a día, hasta que se diluye en un futuro que ya ha dejado de ser.

Admirándote, queriéndote y pidiendo de nuevo tu perdón, se despide con el ánimo alegre y al esperanza en el corazón, tu amigo,

Álvaro Cervello de Guillerna.

Carta 30: Del Doctor Álvaro Cervello de Guillerna a Emilio
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