Las cartas

Carta 29: De Emilio a Dalmacio

0 Comentarios Imagen Carta 29

Madrid, 16 de abril de 1941

Querido amigo Doroteo:

Me alegro mucho de tener noticias tuyas, y de saber que, dentro de tus afecciones, la ventura te acompaña. Han pasado muchas cosas desde la última vez que recibí carta tuya, allá por principios de marzo, tanto en tu casa como en la mía. Tantas, que me guardaré alguna para cuando hayas abandonado esas instalaciones, cosa que no dudo ocurrirá con rapidez, dado que tu estado normalmente es bueno y que tus dolencias mentales parecen haber desaparecido.

Con la presente te mando un ejemplar de Fortunata y Jacinta, de Benito Pérez Galdós. Se lo trajeron a un paciente del hospital que salió con los pies por delante, y cuando su familia recogió sus enseres, el libro ahí se quedó. Sé que no es tu género preferido, pero con la escasez de papel que hay, se agradece cualquier lectura. Yo estoy demasiado ocupado para la lectura recreativa y he pensado que te vendría mejor a ti, aunque considero que estarás bastante entretenido con los textos que te ha facilitado el doctor Rodríguez Casares. Le escribiré para solicitarle detalles sobre tu caso tan pronto termine estas líneas.

Si bien considero que ese sitio, La Cadellada, no es el idóneo para ti, sí considero que tiene ciertos beneficios, pues te alimentarán regularmente y tendrás compañía, de cuya ausencia proceden tantos de tus males. Me tranquiliza que me hayas hecho saber tus circunstancias. No obstante, cuando el doctor Rodríguez Casares me comente ciertos extremos podremos hacer un diagnóstico más preciso acerca de tu situación. Bien sabes, amigo mío, que te tengo siempre en mente.

Ahora ya tengo un poco más de tiempo porque por fin he conseguido terminar el trabajo que me tenía tan ocupado y que espero que me abra las puertas de la consulta clínica del doctor Jiménez Díaz. Ayer mismo, martes, lo presenté frente a un comité formado por parte de los catedráticos de la propia facultad y el mismo doctor Jiménez Díaz, en una exposición que duró varias horas, y ahora estoy esperando que me transmitan el veredicto. Te lo haré saber cuando me lo digan.

Durante toda esta recién pasada Semana Santa, ya que todos los entretenimientos estaban cerrados y hasta está mal visto salir a pasear en esta preciosa primavera debido a la muerte de Cristo crucificado, no he hecho otra cosa que dar los últimos toques a mi trabajo y, por supuesto, dejarme ver al acudir a alguna procesión con mi mujer y con Prado, quien lleva en tales ocasiones un breviario estrujado en las manos aunque todavía no consiga soltarse con lo de leer. El pequeño Miguel ha estado pachucho y nos lo ha contagiado a todos, a ella la primera, naturalmente, y era cómico verla con sus finos guantes de encaje, que le vienen pequeños en sus manos enormes de trabajadora, empuñando con una mano una vela para acompañar el paso y con la otra, un pañuelito con el que se contenía las velas, de las otras, que le manaban de la nariz, bajo una teja con mantilla prestada sobre su rostro de boxeador. Qué buena es esta mujer.

Debo reconocer que para este trabajo he explotado sin pudor tanto a mi mancebo Ricardo como a la Prado, al uno como amanuense y como comprobador de detalles y a la otra como ilustradora, si bien hemos encontrado el pequeño problema de que no se apaña con la plumilla y que lo suyo es el carboncillo, lo cual no es óptimo para la reproducción impresa. Además, se asustó mucho cuando quise asomarla a un microscopio para que viera las células de la piel, costó que pudiera enfocarlas con los problemas de visión que padece, y cuando conseguimos que las viera dijo que parecía una plaga de bichos y procedió a rascarse como si fuesen pulgas subiendo hasta ella por el visor del aparato. Por fin, robándole tiempo al cuidado de mis hijos, conseguí que me hiciese un par de dibujos con punta seca que no acababan de salirle bien, porque indudablemente recordaba más a ese arte que llaman abstracto que está de moda en Francia que a algo real y palpable, pero por lo menos he conseguido ilustrar bonitamente algunas páginas de mi presentación, lo que espero sea del agrado del tribunal.

Lo que sí se le ha dado bien ha sido dibujar las efigies de algunos de los pasos de esta Semana Santa, en el vuelto de los papeles que consigo rapiñar de la facultad para ella. Los tiene guardados con tanto mimo como si fueran los propios pasos, en un sagrario que se ha hecho debajo de su cama. Debo reconocer que he padecido un brote de devoción y he aprovechado para rezar a las imágenes, y para pedir por vosotros, por mis amigos, por mi familia, por mí mismo. Además, tuvo lugar un acontecimiento algo inquietante que en principio no parece tener ninguna importancia, pero que no consigo sacarme de la cabeza.

Quisimos acudir el Viernes Santo a la Procesión del Silencio, que empezaba de noche sacando a la Virgen de las Angustias desde el Oratorio del Olivar, que queda cerca de la facultad de Medicina. Hay que reconocer que los devotos han aprovechado el tiempo desde que acabó la guerra para embellecer sus templos y sus imágenes hasta rivalizar en espectáculo unos con otros con el entusiasmo del converso, y dispusieron las procesiones de modo que la del Silencio realmente eran cuatro simultáneas, que confluían en la plaza de la Cibeles. Dejamos a los niños al cuidado de nuestra vecina Juliana y allí nos fuimos con todo el mundo, con nuestros cirios y mejores galas, naturalmente, un gentío silencioso que seguía el interminable paso con la mayor devoción, al tiempo que se dejaban ver y saludaban de lejos a vecinos y conocidos.

Ya en Cibeles, donde se juntó una enorme aunque organizada multitud, en la Hermandad de San Isidoro me encontré con el ingeniero Eduardo Torroja y su subordinado Pascual Bravo. El primero se alegró de verme y me saludó, haciendo referencia a que el próximo año esperaba verme entre sus filas, mientras que el segundo apenas hizo un gesto en mi dirección y puso mala cara cuando escuchó la invitación de su jefe. No sé qué le habré hecho yo a este hombre para que me tenga tanta antipatía.

Pero fue allí, en el momento de mi epifanía devota, entre luces de lumbre, calor humano, noche cerrada y patinazos sobre la cera de los cirios sobre los adoquines, cuando me empezó a picar el cogote. Sin duda alguna, alguien estaba clavando los ojos en mí. Busqué a mi alrededor y por fin localicé un rostro entre la gente. Una mujer, de grandes ojos oscuros y con la cabeza cubierta con un pañuelo, me miraba fijamente. Por un momento, me sonó familiar, pero no fue más que un instante, ya que, cuando se dio cuenta de que la había visto, se escabulló en la aglomeración.

Seguimos al paso mientras yo buceaba en mi memoria, buscando ese rostro. No siempre consigo recordar las caras de los pacientes, pues a menudo me importa más la dolencia que la fisonomía, pero en general tengo buena memoria. Tanto me concentré, que mi esposa tuvo que sujetarme de un brazo para dirigirme entre la gente y no perderme. Creí que había visto esa cara, pero no estaba seguro. Era como si la recordara pero nunca la hubiera visto. Por una parte, algo me decía que debía alarmarme, pero por otra, no conseguía encontrar la causa de tal alarma.

Permanecí distraído hasta que los pasos comenzaron a retirarse y decidimos regresar a casa. Quisimos tomar el tranvía, que en esta ocasión había alargado su horario normal, hasta Cuatro Caminos para luego bajar hasta la Ciudad Universitaria caminando cuesta abajo, ya que no habían puesto en servicio el tranvía de la línea 21 que era el que nos venía bien, y durante todo el camino tuve la sensación de que nos seguían. Pero aunque miré con mucha atención, había mucha gente por la calle y no pude localizar a nadie en concreto. Llegamos a casa, recogimos a los niños y nos fuimos a la cama.

Sin embargo, en la mañana de ayer martes, cuando me levanté temprano para llegarme a la facultad con algo de antelación para presentar mi trabajo, me subí a mi buena mula y emprendí el camino, y de nuevo tuve la misma sensación de que alguien me estaba mirando. Me giré en la silla y miré en todas direcciones, y a pesar de que era pronto y no había casi nadie por la calle, más que unos pocos obreros que se dirigían a las obras del hospital, no encontré que nadie me estuviese fijando la mirada de tal manera que consiguiera que me picase la coronilla. Es una sensación etérea pero presente. Hasta el momento no he vuelto a tenerla, pero no estoy tranquilo, amigo mío.

Debo reconocer que el esfuerzo que he hecho para terminar el trabajo ha sido tremendo y me ha llevado semanas, y quizá es por esto por lo que veo fantasmas, o lo que quiero pensar que son fantasmas. Por fortuna, tenía gran parte de mi labor de doctorado terminada desde antes de empezar la guerra y no ha necesitado más que un último empellón, pero aún así ha sido agotador. Durante estos meses he dormido muy poco, en parte por la tensión y en parte por la falta de tiempo, y eso siempre me ha afectado al buen funcionamiento de los pensamientos. En ocasiones, cuando por alguna casualidad conseguía el tiempo necesario para dormir, apenas he sido capaz por la propia inercia de la tensión, y me he quedado despierto, escuchando los sonidos de la casa dormida e intentando identificar a quién correspondía cada respiración. Ahora que he terminado ya, parece que mi cuerpo no ha acabado de creérselo y sigo teniendo problemas para dormir.

A veces, me levanto y voy al cuarto que Prado comparte con mis hijos, y me quedo allí, de pie en la puerta de la habitación, fumando un cigarrillo nocturno mientras miro la cuna donde descansan mis pequeños, ignorantes de todo, inocentes, indefensos. Los adoro con una ferocidad sin límites, pero a ti, compañero, sabiendo que me guardarás el secreto, te confieso que me parecen molestísimos. Hay que reconocer que entre mi esposa y la doméstica procuran que no me interrumpan con sus lloros o con sus percances, pero es imposible conseguir que dos bebés de apenas seis meses pasen desapercibidos. Cuando los tomo en brazos me siento incómodo, pues no encuentro en ellos el abandono que sí reflejan cuando los toman mis mujeres, y estiran el cuerpo y se quieren arrojar de mis manos al vacío, como si sintieran ellos la misma perturbación que yo. Lloran y babean y huelen, y me pregunto por qué no siento estos reparos cuando un enfermo me vomita encima, o se encuentra cubierto de heces, o tiene heridas que supuran.

Me siento culpable y me siento mal padre, aunque una voz en el fondo de mi conciencia me recuerda que, como dijo Unamuno, el hombre es un animal esencial, fundamental, constitucional y radicalmente haragán y por tanto, en mi humanidad, cualquier esfuerzo me resulta inconveniente, pero también siento que ellos son algo más grande que yo, que crecerán sin mis lagunas, que avanzarán sin mis cargas, y que yo aprenderé de ellos más que ellos de mí. Quiero que crezcan para verlos peinados y hablando, y poder conversar con ellos en lugar de encontrar chillidos o berreas inarticuladas entre perlas de dentición que asoman en encías babeadas. Creo que amo muchísimo a mis hijos, pero no tanto a su envoltorio. Nunca me han gustado mucho los niños, ni me atrajo la pediatría cuando estudié la carrera; más bien considero la infancia un mal necesario. Pero también te aseguro que siento que podría matar con mis manos desnudas a quien intentase hacerles daño. Luego me acabo el cigarrillo, me lavo la cara y opino que estos pensamientos son impropios de mi persona, y que sólo tienen seis meses y debo tener un poco de paciencia.

Parece mentira, amigo mío, lo que me ha cambiado la vida en este tiempo. De ser un hombre solo en la vida he pasado a ser padre y cabeza de familia, profesor y, con algo de suerte, doctor en Medicina. Gran parte de todo este advenimiento debo agradecértelo a ti, compañero, y por eso ten por seguro que no perderé un detalle de tu caso. Mientras tanto, puedes ponerte en contacto conmigo por nuestros cauces habituales o por correo postal.

Espero tener pronto nuevas noticias tuyas. Mientras tanto, recibe un gran abrazo de tu seguro servidor,

Emilio Pérez-Olivares Espinosa.

Carta 29: De Emilio a Dalmacio
0 votes, 0.00 avg. rating (0% score)

Deje un comentario