Las cartas

Carta 31: De Luis Miguel a Emilio

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Torrejón de Velasco, 28 de abril de 1941

Amigo mío:

En primer lugar, debo decirte que lamento muchísimo lo que sea que le ocurre a tu amigo Dalmacio. Sólo espero que a la llegada de esta misiva su estado sea otro diferente, y ese percance del que me hablabas se haya solucionado por completo. Sí que te ruego, y cuanto antes mejor, que me comuniques cuándo podré visitarle, conocerle e instalarme en su casona, aunque, en realidad, en estos momentos debería decir ocultarme allí.

Siento no comenzar esta carta con buenas noticias, pero me siento en la obligación de hacerte saber, acerca de mi estado de salud, que la dolencia que con tanto bienestar me estaba tratando ha decidido dejar de concederme tregua alguna, y esta mostrándome cómo mis fuerzas acabarán por abandonarme hasta que la enfermedad sea la única vencedora de esta batalla. Puedo asegurar que es gracias a Nati, que no deja de cuidarme y obligarme a comer, por lo que aún me mantengo en pie. Si este episodio me hubiese ocurrido estando solo, creo que estas letras nunca te hubiesen llegado.

El médico del pueblo me ha venido a visitar varios días recientemente. Ha conseguido estabilizar mis altas fiebres y los fuertes espasmos y dolores que asustaban a este pobre matrimonio que tanto me está dando. Miguel disimula para no parecer atemorizado, pero en sus ojos puedo adivinar que la amistad le puede y sufre por mí. Yo intento disimular para evitarles pasar malos ratos, sobre todo a Nati, en su estado de buena esperanza. Le pedí a don Luis, el médico, que me recetase alguna droga capaz de adormecer los síntomas, aunque no consiguiese hacerme mejorar, cosa que ya sabía que no iba a ser posible. Con esas sustancias que me ha proporcionado, un tanto a escondidas, la verdad sea dicha, y con mis trucos de los que ya te hablé en mi estancia en Roma, puedo ponerme en pie y caminar.

Como bien decías en tu anterior carta, el escribir a mi padre para reprocharle su daño sería un error que tras meditar mucho durante mi postración logré comprender, gracias en parte a lo que me dijiste: “el odio sólo existe cuando hay sentimiento”. Y es cierto. Debajo del caparazón, aparecen la tristeza y el miedo, y al final el que sufre no es él, sino yo.

Y he pensado tanto en mi padre durante este brote de mis padecimientos porque todo está relacionado. Te estoy escribiendo estas tres líneas con máxima urgencia desde el pueblo, este Torrejón de Velasco que no voy a conseguir olvidar nunca, ni tampoco a sus gentes. Manolo, nuestro amigo el carretero, te entregará esta mi última carta desde aquí, en parte porque me lo debe.

Comenzare contándote lo que ha sucedido hace apenas unas horas. La noche lo cubría todo, Nati y Miguel dormían y yo permanecía tumbado aunque despierto, a pesar de estar agotado tras un largo día de temblores, sudores y vómitos, cuando escuché cómo las ruedas de un carro se detenían frente al portón de la entrada a la casa. De inmediato comenzaron a golpear la puerta con fuerza e insistencia. Me puse en pie como pude y me dispuse a salir, pero me encontré con que Miguel se me había adelantado, cargado con su escopeta y dispuesto a defender lo suyo abriendo un agujero entre pecho y espalda a quien quisiera hacernos mal. Yo, por supuesto, fui detrás, y como en los tiempos de guerra cuando llegaba el peligro, noté como mis fuerzas se reponían al instante, y me apoderé de un cuchillo que encontré en la cocina, que estaba de paso.

Al abrir la puerta, allí estaba Manolo, sudoroso y a todas luces preocupado. Se atropellaba al hablar y no éramos capaces de entenderle nada. Miguel insistió en hacerle callar y pasarlo al interior de la casa, donde pudiéramos hablar sin que los vecinos curiosos tuvieran material para cotilleos con los que entretenerse a la mañana. Una vez dentro, el pobre hombre cejó en sus balbuceos, clavó su mirada en mí y extendió la mano, en la que sostenía un fajo de billetes sujetos por una pinza. Reconocí al instante esa pinza. No tenía duda. Sólo atiné a quedarme congelado mirando al infeliz hasta que me escuché diciendo: ¿qué has hecho, Manolo? El desgraciado carretero inició su historia trabándose en cada palabra, aunque por fin se fue relajando hasta conseguir un relato coherente.

La pasada tarde, el carretero terminaba de cargar sus bultos para regresar una vez más al pueblo desde el hospital, donde si recuerdas, está internada su mujer, la Marcelina. No volvería hasta pasada una semana, debido a la mejoría de su esposa. En estas, se percató de que una pareja de monjas, vestidas con el uniforme del hospital, se acercaban hacia él acompañadas de dos hombres, uno mayor, canoso y el otro apenas unos años más joven, pero muy bien conservados. Entonces vio cómo una de estas dos monjas lo señalaba a él mientras se dirigía al hombre mayor. Sintió que se le aceleraba el corazón, temiendo que fueran a decirle cualquier mala noticia referente a su señora, de la que se había despedido apenas hacía unos instantes. Se equivocó.

Los dos hombres se acercaron hasta alcanzarle, y mientras uno se mantuvo frente a él, el otro se quedó a su espalda discretamente, dejándole acorralado. Le mostraron una fotografía mía de poco antes de la guerra, por lo que pude imaginar tras su descripción de la misma, y le preguntaron si había recogido hacía unas semanas al hombre que en ella aparecía. Su respuesta inmediata fue que no. Las monjas, curiosas, y que al parecer habían decidido no marcharse aún, gritaron: “¡Miente! Nosotras lo vimos subir a su carro junto al joven de la fotografía, vestido con una bata blanca de médico”. Manolo volvió a negarlo e incluso se atrevió a decirles que ni siquiera había visto jamás ese rostro.

Nos explicó que fue entonces cuando el hombre más joven de los dos se dirigió a él con gesto duro y amenazador, y le acusó de estar ayudando a un fugitivo del Régimen, haciéndole saber lo que eso suponía. Manolo dudó, pues desconocía si quienes le inquirían eran o no participes del Régimen y si le estaban poniendo a prueba. Por un momento, se vio a sí mismo detenido y fusilado en ejecución sumarísima. Tanto si contaba la verdad como si no, posiblemente acabaría recibiendo una paliza que lo dejaría medio muerto, o incluso sería enviado a alguna de las cárceles de mala muerte que el Generalísimo tiene abarrotadas de personas inocentes.

Pero, como él nos contó, además pensaba en que su esposa, la Marcelina, también sería castigada, si finalmente conseguía salir del hospital. Era bien conocido, ya que en el pueblo a más de una le había ocurrido, que las familias de los condenados rojos debían cargar con el estigma de los vencidos. Rojas o mujeres de rojos son lo mismo; se las puede violar, confiscar sus bienes, deben ser vigiladas, reeducadas, purificadas, se les rapa la cabeza y se las rocía con tanto aceite de ricino como les hacen tragar para arrojar a los demonios de su cuerpo, pero sobre todo para que, así, los vencedores puedan señalar a “la pelona”.

Al parecer, antes de que el caballero más joven terminase sus amenazas y le forzase a decidir si daba o no alguna respuesta, el señor canoso extendió la mano, mostrándole aquel mismo fajo de billetes que hacía unos instantes yo había visto. Todo eso para él, a cambio de decir solamente dónde me dejó, hacia dónde llevó a Luis Miguel Herranz. Quizá el miedo, el hambre, la enfermedad de su mujer o la simple visión de aquel montón de dinero nubló el pensamiento de Manolo. Entonces, me contó, cierto era que cogió el dinero, y le dijo que sencillamente, aquel joven de bata blanca le pidió que lo llevará algún lugar cerca de Toledo y que nada más podía saber, pues lo abandonó en un cruce de caminos, donde cada uno partió por una ruta diferente, y que jamás volvió a verme.

No iba a ser tan fácil, pensé yo, y mucho menos teniendo en cuenta que mi amigo el carretero se había llegado hasta aquí en semejante estado de nervios y preocupación. Y así era, Emilio, no le iban a entregar tanto dinero tan fácilmente. Buscaron un rincón discreto y entre amenazas y lisonjas le forzaron a contar más, a contar la verdad, toda la verdad, y Manolo terminó por decirles una verdad a medias. Les estaba contando que podrían encontrarme trabajando el campo en Torrejón de la Calzada, un pueblecito que queda a unas cuantas horas del hospital, en una cabaña construida por mí cerca de un huerto a las afueras, pero que poco más podía confesar ya que desde el mismo día que me dejo allí, nunca más volvimos a cruzar palabra. Todo iba bien, pero al parecer una de las monjas, maldita sea, que continuaba escuchando descaradamente, corrigió el nombre del pueblo, afirmando que no era Torrejón de la Calzada, sino de Velasco, que ese era el nombre de la localidad de origen que figuraba en el historial de su esposa, la Marcelina.

A eso había venido mi buen amigo: a avisarme, a decirme que debía marchar cuanto antes de casa de Miguel y Nati, a los que por suerte no podrían acusar de nada, ya que la única información que tenían era la de que yo vivía solo en una cabaña. Eso me hace sentir aliviado ahora; no soportaría la idea de que esta buena gente sufriese daño alguno por ofrecerme su hospitalidad y amistad.

El dinero, ese dinero sucio que había costado mi posición y entrega, al contrario que aquel discípulo, amigo y traidor de Jesús de Nazaret, el llamado Judas Iscariote, Manolo no lo quería. Me lo ofreció a mí para que me sirviese de ayuda en mi escapada. Mi primer impulso fue negarme, pero luego me lo pensé mejor. Fingí aceptarlo, pero lo he dejado para que lo encuentren Nati y Miguel tras mi partida.

Una vez sosegados todos, les expliqué. No tenían por qué temblarles las carnes; nada más ver esos billetes sujetos por aquella pinza, supe de inmediato que se trataba de mi padre, que sólo me busca a mí. El señor Herranz no ceja en encontrarme. Supongo que, como es de lógica, cuando mi madre falleció, algún médico de verdad tuvo que certificar su defunción, ya que un impostor como era yo en ese lugar no podía hacerlo. Entonces las monjas se debieron de dar cuenta de que quien estuvo con ellas nada más fallecer doña Águeda no era en realidad quien dijo ser, y se lo comunicarían de inmediato al afligido esposo, que entonces sacó la razonable conclusión de que era yo quien estuvo allí.

Así que una vez más, mi tranquila vida se acaba. Debo volver de nuevo a ocultarme, a esconderme como si algún gran mal hubiese hecho, porque de seguro, como sabes, las intenciones de mi progenitor no son las que yo quisiera.

He conseguido un coche y algo de combustible para ser más rápido, pues es posible que hayan seguido a Manolo. En cuanto finalice estas líneas, pondré rumbo alguna parte, volveré a esconderme e intentaré escribirte para que conozcas mi situación y mi nuevo hogar, si es que logro encontrarlo.

Si te es posible, me gustaría que mantuvieses contacto con Manolo, para que puedas decirme que está bien y que nada de esto le causó problema alguno ni a él ni a su mujer. Con Nati y Miguel ya he resuelto todo esto. Les escribiré en cuanto pueda, con una identidad falsa, por supuesto, quizá la misma que usamos en el pueblo para que crean que soy familiar suyo. Ellos me harán llegar tu respuesta hasta que tenga una nueva dirección.

Ya sin más me despido. Apagaré la vela que ilumina estos papeles y me marcharé silenciosamente para evitar la despedida de este lugar y de este matrimonio de bellísimas personas, que creen que en la mañana me ayudarán a huir. No te preocupes, amigo mío, sé cuidar de mí. Son tantas las veces que he tenido que hacer esto, que no debes sentir desasosiego por lo que pueda venir. En breve recibirás noticias mías que te confirmarán que tenía razón.

Un abrazo, hasta pronto.

Luis Miguel Herranz

Carta 31: De Luis Miguel a Emilio
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