Las cartas

Carta 28: De Dalmacio a Emilio

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Oviedo, 10 de abril de 1941

Querido Emilio:

A un mes de mi ingreso en el sanatorio de La Cadellada he resuelto por fin escribirte, y esto no es porque yo no quisiera o me faltaran ganas, que más bien todo lo contrario.

Puedo suponer que los médicos de aquí, después cierto tiempo y de varias peticiones por mi parte, han decidido que mi mente no se vería más alterada por entregarme pluma y papel. Esto fue en la mañana de ayer, después del frugal desayuno, cuando ya había desestimado que mis ruegos se oyeran en las consultas. Aunque yo dormitaba en una vieja butaca roída que me he apropiado, escuché que alguien vociferaba mi nombre por el pabellón: ¡Doroteo, Doroteo Quindós! Algunos neuróticos contagiados de mimetismo comenzaron a gritar también, ¡Doroteo, Doroteo! Enseguida emergí del duermevela y me incorporé algo asustado. La Quintana y todo el entorno que tanto me pesó abandonar ocupaban mi sueño, que, lamentablemente, siempre, a cualquier hora del día o de la noche, se ve interrumpido por los lamentos y las voces constantes de los pacientes.

Barajé varios motivos por los que el celador me requería. ¿Sería quizá carta tuya? ¿O quizá una vista de algún amigo o pariente? De inmediato, desestimé esto último. Enseguida el hombre se abrió paso de entre la gente y me entregó un material de escribanía que agradecí mucho, junto a una nota del Doctor Hermógenes Rodríguez Casares citándome en su despacho ese mismo día a las cinco y media. Enseguida adiviné el motivo, cosa a la que me referiré mas tarde.

Antes de mi ingreso, y después del periplo que tuvimos que padecer hasta que al fin don Roque dio con este lugar, le hice prometer al cura que te escribiría narrándote mi situación, pues yo no tenía otra manera de hacerte llegar la noticia de mi nueva “residencia”. Y como doy por hecho que así lo hizo, no quiero abundar contándote el estado en que me encontró el pobre viejo al regreso del entierro de su hermana, y las desventuras que vinieron después, que fueron las que me trajeron hasta Oviedo.

Ante todo, y como puedo imaginar tu preocupación, quisiera comenzar tranquilizándote, porque aunque tengo muy presente que un manicomio no es el sitio conveniente para la que sea mi dolencia, el pabellón donde estoy instalado no es donde están los locos peligrosos, sino todo lo contrario. La mayor parte del tiempo estoy acompañado por soldados afectados a causa de los desastres de la guerra. Después de una primera evaluación de los doctores tras mi llegada a Oviedo, añadido al hecho de que don Roque había conseguido dejarme aquí en calidad de veterano de guerra y que el Ministerio pague mis gastos, los médicos decidieron que mi sitio estaba junto a aquellos que han visto severamente melladas sus reacciones emocionales por el frente de batalla, en algunos casos hasta un grado tal, que difícilmente guardo esperanza de verles recuperados. Las defensas mentales no son las mismas para todos, y hay gente tan joven en constante estado de mutismo, con temblores, incapaces de mantenerse en pie, o que sufren constantes pérdidas de conciencia, que entre tanto infortunio no tengo otro remedio que sentirme un privilegiado.

Realmente en la Cadellada no alcanzo a encontrar la tranquilidad que precisan los rincones oscuros de mi mente, a los que he venido a dar algo de luz, y sin embargo tengo algo que La Quintana y los desquites de la guerra me habían venido negando, que es la compañía de otros semejantes con los que ahora puedo charlar. Esto puede parecer una menudencia, pero cuando uno ha hablado únicamente con un gallo y cuatro veces con un cura a lo largo de casi un año la soledad, el alma y la razón se resienten y en ocasiones pueden llegar a quebrarse; en mi persona está el mejor de los ejemplos. Amigo, puedo asegurarte que la carencia involuntaria de compañía es el equivalente a una reclusión forzada en una celda de castigo. Por otro lado, aquí puedo reflexionar cuidadosa y detenidamente sobre las visiones que sufrí en mi casa de Marcenado, en especial sobre los actos que me han llegado a nublar la mente.

Pero tengo miedo, Emilio. Ya sabes que corren malos tiempos y algunas instituciones, como en este caso este hospital, son un tanto caóticos a causa de una guerra tan cruenta como la que hemos padecido. No hace falta estar aquí internado más que unas horas para darse cuenta de que la administración y el trato que debieran recibir sus enfermos a menudo no son los adecuados. Mi temor está fundado en las experiencias de los que están conmigo en el pabellón. Todos los pacientes con los que he hablado comparten idéntica incertidumbre: ¿saldremos algún día de aquí? Ciertamente no quisiera prolongar mi estancia más de un mes, dos a lo sumo. Emilio, este no es mi sitio, aunque puedo suponer que todos los pacientes de la Cadellada piensan igual, y, llegado el momento, sólo don Roque, por ser sacerdote, y tú, por ser médico, podríais interceder para que así sea. Confío en ello.

Por otro lado, ya liberado del manicomio podría dar techo y mutua compañía a Luis Miguel Herranz, a quien estoy deseando conocer. Ten por seguro, y hazle saber, que mi casa será la suya, y que los aires y los frutos que nos regala el bosque asturiano de seguro no sólo aplacarán sus fiebres, sino que también intercederán para que dentro de muchos años tu amigo nos entierre a los dos.

Por cierto, no sé si el cura mencionó en su carta que te haría llegar mi correspondencia por correo ordinario. No temas por esto. El próximo domingo día trece, como es costumbre en los festivos, las puertas se abren para las visitas y le entregaré esta carta y unos céntimos a Bazkoare, un paciente que se encuentra enfermo de neurosis desde recién comenzada la guerra, y al que parece que se le ha amarrado la tristeza al alma de manera crónica, que recibirá visita de su familia. Aunque son de San Sebastián, sus abuelos, que son gente de posibles, para estar cerca de su nieto han tomado en alquiler una antigua hospedería que servía al Camino de Santiago. Bromea Bazkoare diciendo que necesitan tantas habitaciones para alojar a todo el servicio. Decidieron venirse una temporada a Oviedo a causa de unos sucesos trágicos que hace cuatro años afectaron a algunos empleados de la Diputación en este hospital. Sus abuelos podrán el domingo hacerme el favor de ocuparse en tramitar este escrito en la Casa de Correos, pues aunque yo pudiera hacerlo desde aquí, no quiero correr el riesgo de que pase antes por censores que pudieran perjudicarnos.

Ahora que existen pocas posibilidades de que esta carta pueda caer en manos ajenas, puedo referirte con más o menos detalle el suceso al que antes hice mención. Es una historia triste que aún, pasados cuatro años, contribuye a la pesadumbre y la melancolía de los carbayones ovetenses, pues fue un episodio extremadamente injusto el que algunos tuvieron que padecer. El amigo Bazkoare me lo relató personalmente en voz baja y a altas horas, cuando estuvo seguro de que andaban lejos los oídos indiscretos.

A mediados de octubre del treinta y seis se había lanzado un fuerte ataque al hospital, y algunos milicianos, sintiéndose cercados, abandonaron sus puestos y dejaron atrás a enfermos y personal de servicio. Sólo quedaron unos valientes a su cuidado. Fue un episodio trágico y devastador, Emilio. Bazkoare me lo contaba con lágrimas en los ojos y entre balbuceos que no podía evitar. Sin duda, este episodio empeoró su estado. Diecisiete de los trabajadores del psiquiátrico fueron fusilados y enterrados en una fosa común cerca del Monasterio de San Salvador de Valdediós. Parece ser que los fusilamientos se ejecutaron por miembros de la VI Brigada Navarra del ejército franquista. Diecisiete empleados de vocación, cuyo único interés había sido el bienestar de los internos, y cuyo único delito había sido pertenecer al Socorro Rojo Internacional. Los malnacidos de la Brigada Navarra torturaron incluso a pacientes por unas sospechas infundadas, pues pensaban que era posible que el hospital se usara también para estancias de ciertas personas que, sin estar enfermas, se escondieran allí por algún motivo, seguramente político. Varios testigos contaron después que les habían obligado a abrir una fosa en los terrenos del manicomio y acostarse en la misma, y así los mataron. Varios intentaron huir, pero los abatieron a tiros.

El amigo Bazkoare estuvo semanas sin articular palabra, no comía y deambulaba sin rumbo por el psiquiátrico. Echaba de menos a los que tanto le habían ayudado. Me dijo que con el tiempo les había cogido cariño, y que incluso les consideraba parte de su familia. Me contó que lo peor de todo, era cuando se asomaba por la ventana, cosa que también dejó de hacer, pues en ocasiones vio como los perros se paseaban por las inmediaciones del psiquiátrico con los huesos de los cadáveres de algunos de los asesinados, que estaban mal enterrados. Fue entonces cuando escribió a su familia, a San Sebastián comunicándoles todo el suceso y que si no le sacaban pronto de aquel lugar, la pena le terminaría por consumir y moriría.

Una noche de diciembre del treinta y seis, tanto mi amigo como el resto de pacientes fueron despertados en plena madrugada, pues ya se estaba oyendo desde hace días el rumor de que el hospital corría el riesgo de verse reducido a escombros en cualquier momento. La Legión Cóndor alemana estaba cubriendo de bombas incendiarias los reductos de resistencia, y cruzaba la frontera cántabra con Asturias. Entonces, a él y al resto de los pacientes les condujeron hasta las Dominicas de manera preventiva, para un mes después trasladarlos definitivamente al convento de Corias, en Cangas de Narcea, mientras que las religiosas se refugiaron en el propio Oviedo, en el colegio del Santo Ángel de la Guarda.

En éstas fue cuando sus abuelos decidieron trasladarse a Oviedo, pero él ya no estaba ya en el psiquiátrico, sino en el convento de Corias. Luego, terminada la guerra, volvieron todos los enfermos a la Cadellada, donde nos hemos encontrado.

Amigo Emilio, quiero que sepas que realmente aquí no estoy mal atendido, ni siquiera estoy medicado. El doctor Rodríguez Casares, después de una primera evaluación, determinó que por el momento mi caso no requería vigilancia ni un tratamiento constante. Referí en su consulta las visiones que me atormentaron en La Quintana durante estos meses, e incidí mucho en mi llegada a la casona después de la guerra, cuando traté con unos padres que realmente no estaban ahí. El doctor quiso explicarme que mi caso era bastante común entre sus pacientes, dado que la participación en una guerra es un suceso traumático, y no nos afectaba a todos de la misma manera. Parece ser que algunos individuos presentan angustia y confusión durante meses, cosa que se va disipando con el tiempo. Y en otros, como es mi caso, el cerebro acciona un resorte que dispara imaginaciones para sobrellevar las realidades que no hemos sabido procesar de una manera natural.

Han transcurrido los días y las semanas y mi talante ya es otro. Pero amigo, sólo hay algo que me preocupa. Tengo una pesadilla que se abre paso en mi descanso cada noche, y siempre es la misma: en mi sueño, el celador requiere mi presencia en la sala de visitas sin ser domingo, me comunica que es mi hermana Covadonga, que ha venido desde muy lejos para verme, y cuando llego a la sala ilusionado por abrazarla, sólo hay una muñeca de porcelana, la misma con la que ella jugó durante años en su infancia. Yo busco a mi hermana por toda la estancia, incluso le pregunto al celador, y su respuesta es una carcajada tan estridente que me despierta en ese momento, jadeante y cubierto de sudor. Al principio no di importancia a estos sueños, pero cuando la pesadilla comenzó a ser recurrente, pedí cita con el doctor, cosa que quise anular a los pocos minutos, pues pensé que si le daba cuenta de esto me retendrían más tiempo en la Cadellada y sería mucho más complicado que me concedieran el alta. Pero ya era tarde; requirió mi presencia ayer a las cinco y media, sin excusa ninguna.

Tuve que mentir entonces, aunque prefiero decir que ocultar la verdad es un término mucho más apropiado en este caso. En mi entrevista con él recordé que cuando llegué al hospital para un primer reconocimiento tuve que esperarle en esa misma consulta, y quedé fascinado por la cantidad de libros que tenía. Leí los títulos de los lomos de algunos y hubo uno que llamó especialmente mi atención: La Interpretación de los Sueños, de un tal Sigmund Freud. Así que en esa segunda visita al médico, se lo pedí prestado. Don Hermógenes entonces me habló de las nuevas técnicas en los tratamientos que abarca su campo, y el llamado psicoanálisis es una de ellas.

El libro que me prestó nada tiene que ver con las novelas del Siglo de Oro a las que estoy acostumbrado. Parece ser que el señor Freud ha descubierto hace unos años que detrás de la mente humana existen mecanismos no evidentes, o inconscientes, capaces de generar alteraciones psiquiátricas. Considerando esto, ha desarrollado una especie de tratamiento basado en asociaciones libres e interpretación de los sueños, y el objeto es ahondar en la mente del paciente para conocer su subconsciente y ayudarle a comprender las causas de su comportamiento. Para ello, se ha de descender a los recuerdos traumáticos del pasado almacenados en el inconsciente. Don Hermógenes se sorprendió mucho por mi interés en este tema, y aunque al principio adiviné algo de reticencia al sugerirle el préstamo, ya que me recomendaba otras lecturas de la biblioteca del centro intentando distraerme, al final no sólo terminó cediendo ante mi insistencia, sino que además me prestó un diccionario de términos científicos para poder comprenderlo.

Antes de despedirme, quisiera hacerte participe de una reflexión que llevo madurando durante este descanso en el hospital, que, como ya he dicho, ya se me está haciendo demasiado largo. Tengo una deuda con vosotros dos, Emilio, con don Roque y contigo. Vosotros habéis cuidado de mí durante tanto tiempo que mi agradecimiento hacia ambos se pierde en la eternidad. Quisiera corresponderos algún día de alguna manera. Y créeme, amigo, la ausencia de mi familia está siendo sustituida por buenas personas, así que puedo sentirme afortunado por teneros a ti y al cura de Marcenado.

Tu amigo que te aprecia,

Dalmacio Argüelles Sella.

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