Las cartas

Carta 23: De Emilio a Luis Miguel

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Madrid, 9 de marzo de 1941

Mi querido amigo:

Quiero darte mi más sincero pésame por tu pérdida, y sabes bien que te acompaño en el sentimiento por el deceso de una gran mujer como ha sido tu madre. Mis años de profesión me han convencido de la existencia del alma, y aunque lamento grandemente que no pudieras hablar con tu madre en vida, creo con sinceridad que parte de ella aún permanecía en la habitación cuando llegaste y que recibió tu mensaje de amor, pues dirigió luego tus pasos hasta el carretero y después hasta el lugar donde pudiste refugiarte. Estoy seguro de que te esperará cuanto tiempo haga falta y que no tiene ninguna prisa por reunirse contigo, así que te pido que alejes esos pensamientos de tu mente.

En estos casos, se suele poner uno a disposición de los familiares del difunto para lo que puedan necesitar, lo que ya has manifestado, y en este caso me encuentro en extraordinarias condiciones de ayudarte. Aunque debiera haberte contestado antes, espero que entiendas mi tardanza cuando termine lo que tengo que contarte. He metido mi carta en dos sobres para tener más seguridad de que nadie más que tú pueda leerla, porque hay mucho en juego. Confirma que nadie ha abierto ninguna de los dos sobres con vapor. Quisiera habértelo contado en persona, pero primero tengo que ponerte en antecedentes, pues tienes que saber lo que te vas a encontrar.

Como te dije, mi maestro, el doctor Cervello de Guillerna, nos había alquilado a mi familia y a mí una casita cerca de la futura Ciudad Universitaria, una ubicación bastante inconveniente para mi trabajo como profesor adjunto en su cátedra, pues está como quien dice en la otra punta de la ciudad. Además, apenas nos veíamos, pues dedicaba sus mayores esfuerzos a sus labores ajenas a la docencia. Esto me tenía muy dolido, ya que no lo esperaba de él. El panorama en la universidad es bastante lamentable, dado que los mejores profesores ya no imparten clase, muertos o exiliados, y los afines al régimen prefieren consagrar su tiempo a actividades más lucrativas como sus consultas privadas u otros hospitales, dejando en manos de los adjuntos la mayor parte del trabajo. Me afectaba mucho suponer que el principal interés de mi mentor se había desviado de la ayuda a sus semejantes y había pasado a adorar al becerro de oro.

Esta semana ha sido particularmente atareada con las clases y no he ido a casa más que un rato el miércoles, cuando no coincidí con el carretero. Por eso he tardado en responderte, porque él no se atrevía a dejar la carta en manos de mi mujer o de Prado, así que ha vuelto las veces necesarias hasta que por fin ayer sábado me encontró y me la dio en mano. Esto me da confianza en que te entregue la presente personalmente. Decía que he estado muy ocupado en la universidad, pues los pipiolos están comenzando con las prácticas y el que no vomita, se marea, y las lecciones se eternizan. Menos mal que he conseguido traerme a mi fámulo Ricardo, ¿recuerdas?, por ahora sólo como oyente, pues el plazo de matrícula está cerrado, pero creo que conseguiremos hacer algo para que pueda examinarse a final de curso. Mientras tanto, le he encargado tareas de adjunto del adjunto. Yo también necesito ayuda para mis clases.

El viernes pasado, hace dos días, estaba terminando a última hora de explicarles a estos borregos bautizados las capas de la dermis sobre un fragmento de cadáver cuando hizo su entrada el doctor Cervello, que dio por terminada la clase y despidió a los alumnos. Me sorprendió y también me irritó un tanto, pues tendría que explicárselo a los alumnos desde el principio en la siguiente ocasión, pero algo en su tono de voz me indicó que la cuestión era importante. Dejé encargado a Ricardo de que recogiese todo el asunto y volviese a meter el trozo de cuerpo en formol, y salí tras el doctor, que estaba muy agitado e incluso sudando, aunque la primavera aún no ha dado señales de vida. Me conminó a que me quitase el delantal y la bata, me lavase las manos y le siguiera de inmediato. El tono de urgencia que utilizó no dejó lugar para la duda, y en menos de lo que tardo en contártelo, estábamos subidos en su coche, yendo a todo lo que daba el motor hacia el futuro Hospital Clínico.

El recorrido fue bastante accidentado y no encontré el momento de hacerle preguntas mientras me sujetaba al interior de esa máquina enloquecida, aunque reconozco que le hubiera seguido al fin del mundo. En el infierno ya estuvimos y a ese no le temo. Al llegar, ya noche cerrada, detuvo el chisme a tiempo apenas de no bajarse en marcha, me lanzó un maletín de práctica que llevaba en el asiento trasero y me hizo una seña de que le siguiera de inmediato, sin linterna ni nada, cosa que hice sin rechistar. Me guió hasta lo que parecía un montón de escombros en la obra, apartó un tablón y sin más, desapareció detrás del mismo.

Me quedé estupefacto. Me sentí como si hubiera dibujado una puerta con tiza en una pared y a continuación la hubiese abierto. Yo mismo había pasado por delante de ese montón de escombros innumerables veces, y jamás le había dedicado dos miradas. Hasta que no volvió a asomar la cabeza por detrás del tablón y me hizo un gesto imperativo de que le siguiera no atiné a reaccionar, y así vi que el tablón ocultaba un pasillo que descendía bajo tierra, que el doctor Cervello alumbraba con una lámpara de carburo que había cogido de un gancho en la pared. Obviamente, no era la primera vez que estaba allí.

Me guió por unos corredores de ladrillo hasta una sala pelada donde había una docena de personas sentadas en el suelo. Tenían cara de hambre, ojos de susto y aspecto lamentable, aunque algunos eran guapos, con ojos claros y pelo rubio. Un hombre joven yacía tumbado de lado, murmurando delirios por la fiebre en un idioma ignoto, mientras una mujer, a todas luces su esposa, mantenía la cabeza del hombre en el regazo y apretaba un trapo húmedo contra su frente.

El doctor me dio unas breves instrucciones y pronto estábamos trabajando como en los viejos tiempos. El joven presentaba una herida de bala en el abdomen sin orificio de salida, indudablemente con dos o tres días de antigüedad, se le había infectado y su vida peligraba. No era una intervención para un médico solo, ni siquiera cuando el paciente se desmayó nada más empezar debido a la falta de tiempo para que la anestesia hiciera efecto. A la luz de unas lámparas de carburo, buscamos y encontramos la bala, limpiamos la infección cuanto pudimos con toda la rapidez posible, para controlar la pérdida de sangre, y cerramos. Es joven y sano, es posible que sobreviva.

Después, el doctor Cervello me llevó afuera, donde hacía una noche fría y despejada, y allí compartimos unos tragos de una petaca de aguardiente y unos cigarrillos de picadura, para quitarnos de la garganta el olor del desinfectante y de la sangre. Aún faltaba para las claritas del día, y me contó que esa gente era extranjera. Por lo que cuentan, la guerra europea está encarnizándose cada vez más. Hablan de campos de prisioneros de los que nadie sale vivo. Hay gente que está siendo perseguida con saña, intelectuales, empresarios, judíos. Cualquiera que tenga algo valioso para la guerra será expulsado de su casa, de su negocio, de sus tierras, y desaparecerá para siempre. Por eso, están huyendo. Huyendo de la guerra, como hace cualquiera que tenga algo de juicio y oportunidad.

Para ayudar a esta gente, se ha establecido una red clandestina que lleva a los refugiados hacia los principales puertos de embarque neutrales hacia América: Lisboa y Casablanca. En cada zona hay un responsable que se encarga de organizar la recepción y distribución de estas personas; algunas están apenas unas horas antes de seguir camino, otras tienen que pasar un tiempo hasta que en la siguiente etapa pueden hacerse cargo de ellos. Los propios refugiados financian con lo poco que han podido arrebatar de las zarpas nazis su huida, o a veces los propios encargados tienen que poner dinero de su propio bolsillo. Además, la Cruz Roja facilita algo de comida y material médico, y algunos contactos estratégicamente colocados en las embajadas proveen de pasaportes y de plazas reservadas en algún medio de transporte. Según me dijo, Madrid es un hervidero de espías de ambos bandos, y hay que pasar desapercibido para todos ellos. Es un trabajo ingente, oculto… y peligroso.

El doctor me ha ofrecido hacerme cargo de una célula para poder pasar más gente, pero he tenido que rechazarlo. Le hice notar que no tengo tiempo de hacer más cosas. Me pidió disculpas por no habérmelo contado antes, y me dijo que había establecido mi residencia cerca del Hospital Clínico para que yo me responsabilizase de esta etapa de la red clandestina, pero que por diversas circunstancias, resultó más práctico que lo hiciera él y que yo me encargase de las clases en la universidad. Naturalmente, no pudo consultarlo conmigo. Reconoció que se sentía aliviado por habérmelo contado, y que, si bien se sentía culpable por haber abandonado en gran parte sus tareas docentes, estaba tranquilo porque mi desempeño estaba siendo excelente y me felicitó.

Casi me daba vueltas la cabeza de contento, porque mi ídolo no había caído. Mi maestro seguía siendo la persona que yo pensaba y el espejo en el que yo quería mirarme. Pero además, también tenía que digerir el alcance de lo que me había dicho, y me costaba, porque la tensión de la intervención quirúrgica se estaba desvaneciendo y me estaba quedando dormido allí mismo. Me llevó a casa en ese trasto del demonio que conduce y me pidió que vigilase al convaleciente, que él ya se haría cargo de las clases.

Si alguien interceptase esta carta, mucha gente podría morir o acabar en la cárcel, pero quiero contártelo porque esta circunstancia se convierte en una posibilidad para ti. Podemos esconderte de tu padre y de sus amigos, si así lo crees necesario. Durante el día de ayer tuve la oportunidad de investigar los túneles, y he visto que hay muchísimos, una auténtica red subterránea, como si fuera el metropolitano, pero sin trenes. También he comprobado que muchos de ellos son muy antiguos, quizás de los tiempos de la guerra contra los franceses. Algunos están desmoronados y otros en perfecta disposición de uso, y en éstos es fácil perderse con las bifurcaciones.

He intentado entablar conversación con alguno de los inquilinos de la sala cuando les he llevado unos bancos viejos de la universidad en un carro prestado, tirado reticentemente por mi mula, pero ninguno habla español. Me acordé de tu comentario acerca de que los españoles tendemos a gritar cuando no nos entienden al sorprenderme haciendo eso mismo, y no pude menos que sonreír. Por fin descubrí que uno de los hombres que lleva más tiempo escondido, Otto, un hombre algo mayor que yo, rubicundo y con gafas redondas, tiene rudimentos de latín, y entre mi latín de conocimientos médicos y el que recuerda él de la escuela me ha contado que ellos son alemanes como el que más, pero que su religión judía les hace indeseables a los ojos de su gobierno. Creo que es el primer judío que veo en mi vida. Yo pensaba que los judíos tenían la nariz grande, el pelo grasiento y vestían con túnicas raídas, frotándose las manos con avaricia sobre sus alcancías repletas mientras reían malévolos, lo que he advertido que no es más que un producto de mi imaginación y de este país refractario a las diferencias, que expulsó a los de su Dios hace quinientos años. No es más que gente asustada, como tú y como yo, ante una debacle aún mayor que la de 1914.

Otto me está enseñando a manejarme por los túneles, lo que es peligroso. Por lo que le he entendido, estos pasillos también los utiliza otra gente de los que no saben nada, pero que pueden ponerse muy desagradables si son sorprendidos. Incluso me descubrió una salida al exterior debajo de uno de los puentes del río Manzanares. Me parece increíble haber tenido esto tan cerca de mí y no haberme dado cuenta de nada. Precisamente, esto es lo que protege ese lugar y las vidas que contiene.

Por tanto, no te será fácil encontrarlo. Por otra parte, he enviado un mensaje a mi amigo Dalmacio proponiéndole tu presencia en su casa durante una temporada, y estoy esperando su respuesta. Te haré partícipe de la misma en cuanto la reciba. Mientras tanto, te propongo que te unas a este grupo subterráneo, donde estarás a salvo. He aleccionado a mi mujer y a Prado acerca de recibirte en mi casa, cuya dirección conoces, esté yo o no. Tan pronto nos encontremos, te buscaré el mejor acomodo posible. Ten mucho cuidado y no corras riesgos.

Espero verte pronto y darte ese abrazo que, aunque no pueda consolarte de tu pérdida, te recuerde que aquí tienes un amigo.

Tu seguro servidor,

Emilio.

Carta 23: De Emilio a Luis Miguel
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