Las cartas

Carta 24: De Don Roque a Emilio

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Asturias, 31 de Marzo de 1941

Estimao Doctor Pérez-Olivares Espinosa:

Ante todo quisiera justificar el atrevimientu de esta carta pero consideru que estas letras son urxentes pal su conocimiento. Este que es el cura de Marcenado lo ha considerado así. Primeramente quisiera presentarle mis respestos a usté y a su familia a quienes guardo para mis oraciones desde que sé de su existencia. Tamién quisiera disculparme por la calidad de este escritu, ya que este anciano, aunque ilustrao, pocas veces ha tenido oportunidad de salir de la provincia.

Sé por Dalmacio Argüelles Sella que usté veló por sus intereses desde que hace ya unos años confraternizaron durante la guerra, y esti ye el motivo de las nuevas. Según les propies palabres de esti nuestro amigo común, al que usté curó sus herides de metralla y cuidólo durante su convalecencia, cuenta con su entera confianza.

No tengo menos que creer que este pobre viejo y usté somos, lo más seguro, la única familia quei queda al pobre Dalmacio. Por otro llao, sobra decir que no tengo la certeza absoluta de que sus padres y hermana estén en este mundo, ya que nunca fui capaz ni de asegurárselo a Dalmacio ni tan siquiera de bosquejar el asunto. Es un tema dolorosu pa él, y en cualquier caso teniendo como tiene la mente nublada non sería este un buen momento para hablarle de su familia. He de decir a favor del nuestro amigo que si alguien supo realmente lo sucedido a la Brígida y al Colás, bien que se lo guardó por lo que pudiera pasar. Aunque suelen llegar a mis oídos los acontecimientos que suceden en el pueblo y sus alrededores, todos vienen en forma de cuchicheos de enlutades y de rumores que salen en las madrugadas de la taberna. Aquí, como supongo al igual que en el resto de nuestra España, la xente tien miedo de los vecinos e incluso desconfíen ya hasta del secretu de confesión, temor que espero se disipe con el tiempo y este viejo lo pueda ver antes de la llamada de la tierra. Y como he dicho antes, nadie certifica nada, y si algo se escapó alguna vez de entre los caldos aguaos, después, por la cuenta que yos trae, donde dije digo, digo Diego, y aquí nadie dijo ni sabe nada. En cualquier caso, y aunque pudiera pesarnos, el destino de estos dos queridos amigos ye la voluntad de Dios.

No obstante, puedo suponer que la fiya, la Covadonga, pudiera estar al amparo de los maquis, o de sus compañeras en lo que fue su trabajo de la Tabacalera o vaya usté a saber. Según algunes carbayones que salieron de la fábrica de Xixón, las mismas que decidieron regresar al cobijo de sus padres cuando las coses se pusieron feas, dejaron entrever a su paso por Marcenado que su causa avecinábase más hacia una huida de pertenecer al movimiento obrero, que a les necesidades por el hambre. Así que, señor Emilio, muy a mí pesar y aunque tengo presente que usté no me lo preguntó y tal vez quisiera hacerlo, no podría más que ofrecerle supuestos y pareceres sobre los Argüelles. Por otro lado, y antes de referirme al motivo concreto de mi carta, quisiera hacer mención de cierto sucedido con el que hay que extremar el cuidao ya que ha desembocao en una tragedia de la que aún no se han valorao las consecuencias.

A finales del pasao mes de febrero regresé a Marcenado del Moire después de varies semanes de ausencia a causa del fallecimiento de la mi hermana. Y aunque andaba apenao a causa desto, me urgía un propósito a resolver en el pueblo. Y esta cuestión está directamente relacionada con Dalmacio. Nuestro común amigo, como muy bien sabrá, tuvo que enclaustrase en La Quintana después de los consejos por mi parte de que así lo hiciera. Resulta que en mi tiempo de ausencia, el prelado superior de la diócesis asturiana designó a otro sacerdote con el fin de dar continuidad al cuidado espiritual y la dirección de los fieles del pueblo. Don Emilio, confío en su comprensión y discreción con respeto a este doloroso asunto al que me refiero, el nuestro amigo intercedió y predispuso para que así lo crea, y que Dios me perdone, pero Don Sebastián ni ha sido un buen sacerdote ni trigo limpio pa nadie. Él, como todos los mortales, provocado por su libertad a escoger entre aquello que lleva hacia la verdad, el bien y la plenitud de sí mismo, y aquello que pudiera obstaculizar esa meta, eligió dejase envolver y rodear por la cizaña y el egoísmo. Descanse en paz, esti pobre cura. Que Dios se apiade de su alma ahora que ya no está entre nosotros.

Como digo, llegué a Marcenado a mediaos de Marzo. Premiábame con sobrada urgencia poner el pie en la mi iglesia, ver marchar al cura pa Somiedo y de inmediato tomar camino de La Quintana para dar libertad con mi presencia al amigo Dalmacio. Pero como venía barruntando, aquellas semanas habían desplazado la paz por la que yo tanto recé. Ya puesto un pie en el atrio, algo me dijo que comenzara a temerme lo peor. Busqué después en todos y cada uno de los escondites de la casa de Dios, incluso registré los rincones de la ermita y de un pequeño baptisterio próximo que se usa en muy poques ocasiones. Luego pregunté en la taberna, en la ferrería, a les muyeres del lavadero. Nada. Ni rastro del cura de Somiedo. Paecía habéselo tragao la tierra. Eso sí, dijéronme que facía semana y media que nadie sabía de él. Contaron que el alguacil y el alcalde dieron cuenta de su desaparición a la guardia civil cuando faltó al segundo rosario, y éstos determinaron que hasta que el prelado superior de la diócesis no reclamara el asunto, el sacerdote del pueblo más próximo acercaríase a última hora de las mañanas de los domingos, y únicamente para celebrar el sacrificio de la misa, ya que negóse a realizar otres tarees propies del ministerio pastoral. No obstante, aunque nunca abandonaron la búsqueda, decidieron esperar el mi regreso para que yo diera cuenta a la institución religiosa pertinente.

Urgía el remanso de mis viejos huesos, esperé a la marcha del sol de aquel mismo día para ensillar la mula y dirigíme a La Quintana. Golpeé el portón de la casona no una, sino tres, y hasta diez veces: ¡Ah de la vida!, grité, ¿naide responde? El cautiverio de Dalmacio alzábase sombrío, apagao, como preludio de una suerte adversa, las ventanas no abrigaban ni un ápice de luz que pudiera adivinar vida. Pero don Emilio, la gracia de Dios y las muchas docenas de años que cargo a mis espaldas me han enseñao a moderar el enojo, la ira o cualquier pasión que se empeñe en torcerme el semblante. Si algo representa esta sotana que me acompaña desde la ordenación sacerdotal, es la esperanza, que nunca ha de perderse. Rodeé la casona y tanteé sus rincones y sus muros. Nada. Ni un suspiro que quisiera compensar los bienes que Dios ha prometido.

Satisfice entonces el noble arte de encomendarme a un santo, y como San Macario es el encargado de abrir las puertas sin llave o encontrarla en el caso de haberla perdido, la plegaria a su nombre llevóme hasta el abuelo de Dalmacio. Venancio y yo ocupábamos los inviernos en las labores de desterronar, matábamos les males hierves y preparábamos la tierra pa la siembra de fabes. Cierto día, al cobijo de uno de los cuatro robles que custodien La Quintana, confesóme la existencia de una segunda llave por lo que pudiera pasar, y hasta ahí los recuerdos que se perdieron hace cincuenta años. Después, con solo dirigir la vista hacia el árbol, supuse que el hueco en su tronco albergaba la liberación de Dalmacio. ¡Bendito Venancio! Parecía que barruntó en el tiempo la liberación de su nieto. Y efectivamente, al fondo de la hojarasca taba la llave con una cincuentena de herrumbre.

Una vez en el zaguán, y con la expectación por delante, registré toda la casa. Encontrélo, sí, gracias al cielo, Dalmacio estaba vivo, pero las condiciones de su persona eran mucho peores que las que cabía esperar. Sabrá, don Emilio, que el nuestro amigo cree convivir con espectros. Y por mucho que le querido hacer saber que los fantasmas arrastran las cadenas sólo y únicamente en su imaginación, no hay manera de quitarle esta idea de la cabeza. Asegura tan vehementemente la convivencia con ellos, que no hay día en que en mis plegarias le pida a Dios que le aleje de estas fantasías, que no hacen otra cosa que perturbar su existencia. Y éste es el motivo de mi carta, don Emilio. Le aseguro que Dalmacio no está bien.

Encontrélo en la tercera planta, balanceábase con la mirada perdía, acuclillado en el suelo, repitiendo una y otra vez algo que en un principio no logré entender. Aun después de pronunciar su nombre varias veces continuaba ignorando mi presencia. Dalmacín, le dije, ¿quiés que recemos xuntos? Pero padre, me dijo, sábelo usté, yo nin sé rezar ni sabría a quién, decía él. Don Roque, ¿realmente ye usté? ¿non ye esto un sueño? Se puso en pie despacio y acarició mis barbas. Después, cuando recobró un poco la presencia de ánimo, repitió las palabras que antes no lograba entender: yo no fui, fueron ellos. No supe a que se refería ni en aquel momento me importaba. Abrígate, que vamos pal pueblo, le dije.

Llegados a la sacristía y con el cuidao de que los de Marcenado no guardaren de nuestras andanzas, sereno y cenado el pobre desgraciao, volvió al mundo de los cuerdos y contóme a que se estaba refiriendo. Cuando lo supe, cuando me relató que un cuerpo aparecido en su puerta era el de Don Sebastián, mirélo fijamente, y sus ojos dijéronme que no mentía. Él no fue. Conozco a Dalmacio desde niño y siempre agarrose a la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forman la mente. Sin duda alguna, vi en su gesto una expresión clara, sin rebozo ni lisonja. Vi una vez más al niño que fue, aún no despojado de esa inocencia que reflejaba la exención de culpa. Dalmacín nunca faltaría al quinto mandamiento.

Cavilé unos minutos y le dije con autoridad: escúchame con atención, Dalmacio, y non me repliques, que has de marcháte unos días de Marcenado porque no anden les coses muy allá aquí en el pueblo, asín que saldremos al alba, en el carro del Xoaquín el comunista. Falta decir que aquella misma noche redacté una nota pal alcalde y el alguacil justificando mi ausencia, excusando una visita urgente al prelado.

No quedó otro remedio, Don Emilio. Guardaba yo algunas documentaciones de caídos simpatizantes del régimen. Así que, con Dalmacio apropiado de una nueva identidad como Doroteo Quindós Martínez, puedo asegurarle que usté no ha de tener cuidado. Ahora está en buenas manos. No obstante, el periplo fue algo complicao. Después de dejar la poca salud que Dios me concedió por unos caminos infinitos y serpentinos que torturaron aún más mis pobres huesos, llegamos al manicomio de Llamaquique. Y fíjese usté la mala suerte, luego de llegar hasta allí resultó que el hospital había quedao totalmente destruido a causa de la guerra. Conocí aquel edificio porque antiguamente, antes de atender a los locos, fue el convento de San Francisco, y ahí, entre tratados teológicos, había sacrificado yo parte de mi juventud. Escombros, don Emilio, escombros fue lo único que encontramos. Puede imaginar mi decepción. Así que el renombrado como Doroteo, el Xoaquín y yo tiramos pa la calle Santa Susana en busca de alguien que nos dijera a dónde habíen llevao a los enfermos mentales y a los presos que ahí también recibíen asistencia, si es que se los habían llevado a algún sitio.

Una buena cristiana, viuda de guerra y lastimera por haber perdido a cuatro de sus nueve fiyos, nos dijo que ella estaba de paso, que sus cinco restantes vástagos estaban abriendo caminos, esperanzados por encontrar alguna finca en la que comenzar raíces. Pero que en Uvieu, de donde venían, estaba el psiquiátrico de La Cadellada, que aunque el hospital había corrido la misma suerte que el que habíamos dejado atrás, acababan de rehabilitar el edificio y estaba cumpliendo de nuevo sus funciones.

Tardamos otro día entero hasta llegar a la capital, y allí ingresé a Dalmacio con el nombre de Doroteo Quindós. Antes de despedirnos con un ta pronto y encaminarnos Xoaquín y yo hacia Marcenado, Dalmacio me hizo prometer que volvería a por él en cuanto les agues hubieran regresado a su cauce. Dejó muy presente que usté y yo éramos su única familia, que le escribiría pronto, esta vez sin el marchante de aceites como intermediario, bajo su nuevo nombre y que en su escrito tendría cuidao de no nombrar nada que pudiera comprometerles.

Esti ye el motivo de mi carta, señor Emilio, y no otro. No dude que mis oraciones tán de su lao y de nuestro Dalmacio. Un saludo afetuoso de esti que ye su amigo, y que Dios le guarde a usté y a su familia.

Don Roque del Castillo Requena.

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