Las cartas

Carta 22: De Luis Miguel a Emilio

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Torrejón de Velasco, 27 de febrero 1941

Apreciado amigo Emilio:

El mercader de harinas me entregó tu carta lo más rápidamente que le fue posible. Él mismo me refirió cómo tu gesto describió urgencia, lo que le hizo sospechar que la entrega debía ser cuanto antes. Jamás pude pensar que la razón fuera la que encontré al abrirla.

Intentaré ordenar mis ideas y relatarte poco a poco todo lo que debo contarte, que es mucho, pero seré breve y directo. En mi cabeza todo sale enforma de remiendos que se superponen unos sobre otros y que impiden que pueda expresarme con claridad.

La confirmación de que aquel hombre que gritaba al recepcionista del hotel no era otro que Joaquín Urrutia, abogado de la familia desde que alcanzan mis recuerdos, y que le acompañaba mi propio padre, a quien no supe reconocer aun teniéndolo prácticamente delante, no dejó de sorprenderme. Hasta me había olvidado del señor Urrutia. Sentí más que tristeza al darme cuenta de que el sentir odio puede acabar hasta con lo más básico de tus recuerdos.

Como bien adviertes, viniendo de mi padre, las razones para hacerme regresar a España no son tan claras como debieran.

Siempre repetía cuáles eran sus prioridades en la vida: lo primero es la patria, aquello por lo que cualquier hombre debiera ofrecer su vida y todo cuanto posea, porque no existe mayor orgullo para una familia que defender lo que identifica como único a su país; en segundo lugar está su familia y por último sus bienes. Sus ideas son claras y como él mismo decía, ni una guerra sería capaz de hacerlas cambiar. Y siguiendo este orden, yo traicioné sus ideas, no defendí su patria sino que a sus ojos la traicioné, a continuación abandoné a mi familia y por tanto descuidé mis bienes. Así que lo tengo claro, mi padre nunca debe conocer mi paradero, ni volverá a verme, ya que estoy convencido de que me entregaría al régimen para limpiar su nombre y a la vez darme la mayor lección que se me puede dar: respetar a mi padre y a todo en cuanto cree.

Respecto al carrete, Robert estará orgulloso de ver que sus imágenes verán la luz, si es que lo hacen, porque te hice caso, amigo. Lo mandé a la revista francesa “Vu”. Allí confío en que será más sencillo que lo publiquen, y quizás alguien que venga desde allí a España lleve consigo un ejemplar y lo haga cruzar la frontera. Sólo así me sentiría aliviado, ya que mi meta era que algún día esas imágenes las viesen nuestros vecinos, conocidos, España entera. Qué sueño tan irreal, ¿verdad, compañero? Poco se le escapa al Caudillo, pero dentro de ese poco estaré yo. ¡Estoy tan confiado! Todo lo que me ha sucedido estos días me ha dado fuerza y coraje para ser libre. Ya he perdido mucho, por no decir demasiado, para dejar que no sea Dios quien me arrebate lo poco valioso que me queda, que es mi propia vida y amigos como tú.

Amigo, gracias, una y mil veces, porque si no es por ti, difícil me hubiese sido visitar a mi pobre madre. Como bien dijiste en tus líneas, nada más leerlas me puse de camino hacia Carabanchel Bajo. Tras un largo y complicado viaje, que te resultaría aburrido conocer, llegué a España, el lugar donde no pensé regresar, al menos tan pronto. Compré provisiones en el mercado negro, suficiente comida y bebida como para mantener a tres hombres durante días, y conseguí tomar una mula, por la que pagué más de lo que su dueño merecía, pues la pobre bestia me duró lo justo para llevarme hasta el pie de la colina donde está ubicado el sanatorio. Allí dobló las manos y cayó seca, como fulminada por un rayo.

Allí estaba yo, frente a un edificio gris, con enormes balconadas, que sin embargo se asemejaba más a una prisión que a un hospital. Distinguí la tapia del cementerio y tras esconder el cadáver de la inerte acémila, me dispuse a comenzar mi aventura. Seguí todos y cada uno de los pasos que me indicaste. No te negaré que, cuando pegado a esa pared inclinada de la ermita, recordé tu frase: “mala suerte sería que se desplomase cuando estuvieses debajo”, tuve que tragar saliva, pero continué sin pensar en más tontunas. Cuando llegué al olivo y con la alambrada entre las manos, esperé a que las obras de la cárcel, que efectivamente estaban cerca, hicieran algún tipo de estruendo con el que disimular el poco ruido que yo pudiese hacer.

Tras adentrarme en el edificio y recoger de la taquilla aquella impoluta bata blanca junto a las mascara y guantes, me aseé vigorosamente la cara y las manos, me peiné, me disfracé y me dispuse a recorrer los pasillos de aquel enorme lugar. Temí que en cualquier momento mi apariencia pudiese acarrarme problemas, como que algún paciente sufriese algún tipo de crisis y que alguna de las monjas, con las que evitaba cruzarme, me agarrase del brazo y me arrastrara en su ayuda. Pero avanzaba con la mirada al frente, simulando prisa y estar ocupado.

Ya en la planta superior, sentí un fuerte pinchazo en el pecho. Casi al final del pasillo iluminado por unos rayos de sol, como si de una señal divina se tratase, estaba aquella imagen del Sagrado Corazón que me indicaba el lugar donde acababa mi calvario, o en este caso, comenzaba. Tuve que detenerme y respirar hondo para continuar. El corazón me latía más rápido de lo que yo nunca pude imaginar, y cuando el valor me vino a saludar, giré el picaporte y abrí la puerta.

Emilio, qué tristeza lo que vi al cruzar ese umbral. Es una imagen imborrable que me acompañará para siempre, un recuerdo del que jamás me podré deshacer. Dos monjas rodeaban la cama sobre la que yacía el cuerpo cubierto de mi preciosa madre. Una de las monjas sostenía el rosario con el que ella rezaba cada noche, apretado contra un sobre blanco, en el que pude leer “Para Luis Miguel, mi adorado hijo”. Tan sólo una sábana blanca me separaba de la imagen de aquella mujer que me vio crecer y me regaló su tiempo y parte de su vida.

Las monjas se dirigieron a mí como doctor, preguntándome si iba a firmar el certificado de defunción, pero yo no reaccionaba. Me sentía como si estuviese debajo del agua, escuchando sus voces desde muy lejos. Dijeron cosas como que acababa de fallecer, que lo hizo en paz, escuchándolas rezar. Mencionaron algo de avisar a su esposo, el señor Herranz, y creo que fue ahí cuando conseguí sacudirme mi estado de confusión. Le indiqué a la monja que yo mismo haría el papeleo, me encargaría de hablar con él y le entregaría las pertenencias de su esposa, a fin de hacerme con la carta. Así pues, las religiosas me entregaron el rosario y el sobre, dejándome solo en la habitación para ir en busca de la mortaja que envolvería a mi madre.

Compañero, sí, retiré la sabana, abracé el aún caliente cuerpo de mi madre, que olía a su perfume de rosas, que sólo usaba en ocasiones especiales como ella decía. No tenía mucho tiempo, pero lloré hasta que mis ojos dejaron de ver y mi cabeza dejó de pensar. En cuanto pude recomponerme, levanté la vista, besé a mi madre y le susurré un simple “siempre te quise, Mamá”.

No sé cómo fui capaz de conservar la frialdad y abandonar aquella habitación, que quedaba sumida en un silencio que me aterrorizaba. Avancé tan deprisa por los pasillos que por un instante perdí toda orientación del lugar y me vi por sorpresa en la entrada trasera, donde encontré a un hombre cargando paquetes en un carro. Ya tan sólo pensaba en la posible llegada de mi padre, aunque no fuese posible que llegase tan rápido.

Me dirigí al hombre, le pregunté por su destino, y vestido con aquellas prendas prestadas, simulando ser quien no era, vencí sus reticencias con mi cartera de piel repleta de monedas y billetes, monté en su carro, al que accedió dejarme subir y acompañarle. Tras despojarme del batín blanco y acomodarme, comenzamos la marcha. Su dirección era un pueblecito al sur de la capital, Torrejón de Velasco. Yo, lógicamente, le mentí diciéndole que mi dirección era Toledo. El muy amable señor me contó que este pueblo me pillaba de camino y que aunque él regresaría al hospital prácticamente al llegar, en el pueblo podía quedarme en la posada o podía intentar buscar otro transporte.

Durante el viaje leí y releí la carta, las últimas palabras que me dirigía mi madre. Me era complicado evitar las lágrimas, pero el hombre estaba tan abstraído por los baches que hacían tambalear sus paquetes que ni cuenta se dio de mis lamentos.

Pues bien, querido Emilio, aquí estoy en un pueblecito, al parecer muy al sur de Madrid, lejos, muy lejos de mi padre y sin saber qué hacer ahora. Me considero huérfano, sin futuro. Sólo sé que debo esconderme y esperar que esta enfermedad que habita en mis entrañas desde hace tanto me lleve junto a mi madre, para devolverle el tiempo y cariño que la guerra y su propio marido le arrebataron. Y sí, leíste bien, esconderme, porque ahora sé que la ira y la rabia se apoderarán de mi padre, y las descargará sobre mí sin el freno de mi madre. No parará hasta encontrarme y hacerme pagar lo infeliz que la hicimos los dos, en este tiempo tras la guerra.

Para cuando llegamos al pueblo, era casi de noche, y por no llamar la atención me colé en un pajar, esperando el día siguiente. Quizás mi pensamiento era llegar a casa de tus suegros, pero no podría asegurarlo. El día había sido tan largo que me dormí en el pajar apenas me tumbé, pero tanto dormí, que el propietario del pajar me descubrió en el mismo sitio a la mañana siguiente. Y en lugar de delatarme, este buen hombre, que da la casualidad de que se llama también Miguel, me trajo algo de leche para desayunar y no hizo más preguntas.

Paso los días ayudando a este simpático hombre y su mujer en el corral que atesoran, además de un pequeño huerto del que viven, aquí en este pueblo, que aunque pequeño no le faltan cosas de las que presumir. Tienen un castillo fantástico, que aunque la guerra lo ha destruido, sigue manteniendo esa belleza de lo medieval. La iglesia, a pesar de los restos de bombas y sus muros medio derruidos, aún es soberbia y en ella se celebra culto. Los bombardeos acertaron en lo que parece que fue un enorme campanario principal, que quedó casi en ruinas, y luego además fue saqueada en plena guerra, pero aún así, sus vecinos siguen acudiendo allí cada tarde y cada domingo.

Como te cuento, aquí la mayoría vive de sus pequeños huertos y tierras, que labran y cuidan día y noche. Nos despertamos mucho antes de que el sol ni tan si quiera haga el intento de salir, caminan hasta el campo y trabajan duro. Yo procuro que no se me vea, aparte de por mi propia seguridad, por no atraer la desgracia sobre esta familia. A esta pobre gente no se les está recompensado tan arduo empleo, Emilio, pero son felices con esta forma de vida.

Este buen hombre, y Natividad, su mujer, me acogieron en su hogar, una casa humilde pero grande casi junto al cementerio de la localidad. Ofrecí ayudarles en lo que estuviera en mi mano a cambio de un lugar donde pasar unos días para después continuar mi viaje. También quise entregarles unas monedas a cambio, que no quisieron aceptar pero que antes de marcharme les dejaré, ya que ni me preguntan cuando iniciaré mi marcha. No les preocupa. Miguel y yo conversamos y mucho sobre todo un poco, excepto de la guerra, de la cual no habla, pero por sus pocas referencias y las historias que me cuenta del pueblo, puedo deducir que es más rojo que tú. No obstante, él insiste en decirme que no le interesan esas cosas, sólo su campo y su familia, a la que debe proporcionar un futuro y que no le falte de nada.

Me siento cómodo en este lugar, pero debería marcharme cuanto antes. Por esto, amigo mío, vuelvo a necesitar de tu ayuda. ¿Adónde voy? Tú, que estarás más sereno que yo, ya que por lo que me cuentas, el trabajo apenas te permite disfrutar de tu familia, podrías pensar por mí y decidir mi destino. ¿Quizá Asturias, junto a tu amigo Dalmacio, del que me hablaste? Imagino que antes deberás consultarlo con él, porque cargar con un enfermo no es plato de buen gusto.

Espero tu respuesta cuanto antes. Para ello, deberás entregarle tu carta al mismo hombre que te hizo entrega de la presente, que no es otro que el carretero que me trajo desde el sanatorio hasta aquí, y a quien, por sus continuos viajes hasta allí, le pedí que te hiciera entrega en mano de mi carta hasta la dirección que me facilitaste de Madrid. Podrás localizarle en el sanatorio casi a diario, y como ya viste su cara no te será difícil encontrarle.

Así pues, con todo esto me despido hasta volver a tener noticias tuyas. Tu compañero y amigo que lo es,

Luis Miguel.

Carta 22: De Luis Miguel a Emilio
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