Las cartas

Carta 36: De Emilio a Luis Miguel

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Marcenado del Moire, 17 de mayo de 1941

Querido Luis Miguel:

Te escribo a la dirección de mi maestro don Álvaro con la esperanza de que hayas podido ya instalarte en su residencia. Espero también que a la recepción de la presente te encuentres bien de salud y que el brote de tu enfermedad haya remitido, al menos lo suficiente como para permitirte hacer pronto un viaje. Amigo mío, Asturias te espera en breve.

He escrito a mi mujer con la petición de que pasara por tu nuevo domicilio para presentarse y asegurarse de que estás bien, pero como es natural, no he recibido respuesta, pues no sabría a dónde responderme. Como he utilizado con ella el sistema regular de Correos, no me sorprendería que todavía no hubiese recibido mi carta, pero no te inquietes si aparece para visitarte. También he dejado a mi fámulo Ricardo atento a tus necesidades. En esta ocasión, en lugar de utilizar los servicios de mi marchante de aceites que me facilita las comunicaciones por la zona norte, he aprovechado los recursos de la familia de un compañero de Dalmacio en el manicomio, el joven Bazkoare. Es éste una bellísima persona, un alma tan sensible que no ha podido resistir los horrores de la guerra, e intenta ahora, en un lugar equivocado, restablecer su armonía rota.

Pero me estoy adelantando a los acontecimientos. ¡Tengo algo muy importante que decirte! Tal y como te dije en mi carta anterior, emprendí viaje hacia Asturias al poco de terminar de escribirte. Con mi maleta en la mano, me acerqué hasta la estación de Atocha para comprobar el funcionamiento de eso que ahora llaman Renfe, que se ha llamado toda la vida “ferrocarril”, y que, efectivamente, funciona con el mismo retraso y deja la misma carbonilla por todas partes. Matando el tiempo por el embarcadero, me senté en un banco a fumarme un cigarrillo y por casualidad vi que detrás del asiento se había caído una revista. Pensando en conservarla para que Prado pudiera dibujar alguna de las fotografías, que es un ejercicio que le gusta mucho, la rescaté, un poco mojada, algo arrugada y con alguna página rota, y la hojeé para quitarle tierra y comprobar su estado.

Y cuál fue mi sorpresa cuando encontré mi propio rostro mirándome en ella. Mi rostro, el tuyo y el de nuestro futuro común amigo Dalmacio. Una foto en la que aparecemos los tres, calculo que sobre 1938, la única vez en que pudimos coincidir los tres en el mismo lugar. ¡Qué contento me puse, amigo mío! El carrete que te dio Robert Capa por fin llegó a su destino, tus sacrificios no fueron estériles. Era un número atrasado del semanario estadounidense Life, con unas pocas fotos de las condiciones de vida en la batalla del Ebro y, por lo que pude entender, relacionándolas con fotografías similares de las campañas de la guerra en Europa. No atino bien a comprender cómo han llegado las tuyas a ese semanario tan lejano, pero supongo que los que escriben en las revistas europeas que la contienda está devorando buscan pastos más verdes al otro lado del Atlántico, y se llevan su material.

Como puedes imaginar, he guardado el ejemplar como oro en paño. Probablemente su propietario se libró de él por temor, pues tener en las manos semejante publicación puede ser peligroso. No soy capaz de entender una palabra de todo el reportaje, pero indudablemente somos nosotros y se menciona a Capa como autor de las imágenes, así que ten la seguridad de que el carrete llegó a las manos adecuadas. Qué estupenda casualidad, qué caprichos tiene el Destino, para hacerme llegar este documento… Dalmacio también se ha puesto muy contento de tener una fotografía de nosotros juntos, aunque le he prometido que mañana domingo nos haremos una, ya que se celebra en el pueblo la Fiesta de la Primavera y seguramente venga un fotógrafo al que comprarle una instantánea.

Demoré casi tres días en llegar a Oviedo, pues no todas las líneas de tren circulaban y hube de desviarme por Ávila y Medina del Campo, pero el enlace con Palencia no estaba en servicio y tuve que padecer un ferrocarril de cuarta por Zamora y Astorga encajado entre una jaula de gallinas y los petates de dos soldados, hermanos, que regresaban a casa de permiso después de casi dos años sin ver a su familia, y que se hallaban en posesión de unas piernas extraordinariamente largas que invadían mi espacio y que conseguían pisarme con bastante facilidad. Cada dos paradas subía una pareja de la Guardia Civil y se daban un paseo, pidiendo la documentación cuando les parecía bien, y así, sobre el banco de madera más incómodo que han catado jamás mis riñones, durmiendo a ratos, y aguantando los olores, cloqueos y picotazos de las malditas gallinas cuando me quedaba dormido cerca de su jaula, conseguí apearme el lunes por la mañana en la estación de Oviedo.

Tratando de enderezarme el espinazo, busqué a alguien que me pudiera acercar a la Cadellada, desconociendo por completo a qué distancia se encontraba o en qué dirección. Estaba yo negociando un precio con un cochero que se encontraba a la caza de clientes a la salida de la estación de trenes, cuando alguien me tocó el hombro y me llamó doctor. El susto formidable que me llevé debió de quedar patente al girarme, pues me encontré un hombre fornido que levantaba las manos en son de paz, que se disculpaba por haberme asustado y que me preguntaba si no me acordaba de él. Sus facciones me eran familiares, pero sólo cuando estiró un pie del que cojeaba conseguí recordarlo con seguridad. Era un arriero a quien asistí en Toledo una vez, a quien amputé los dedos del pie después de que una mula cargada hasta el límite se los quebrase sin remedio de un pisotón. Se presentó con el nombre de Marcial, se mostró muy satisfecho de mi intervención, que le permitió cerrar la temporada como arriero y buscar luego otro oficio algo más agradecido en la tierra de su mujer, y me ofreció sus servicios por la mitad del precio que me estaba ofreciendo el cochero anterior, quien se retiró de la puja sin más comentarios.

Así, de mano de Marcial, llegué al imponente edificio de la Cadellada sin afeitar, hambriento, con el traje arrugado, oliendo a gallina y de bastante mal humor. Me presenté sin vacilar en la entrada sacudiéndome el hollín del tren, pregunté por el doctor Hermógenes Rodríguez Casares, encargado del caso de mi amigo, y en cuanto me indicaron su despacho me presenté allí con todas mis credenciales académicas sin esperar a que me anunciaran. Acabo de caer en la cuenta de que no te había contado que una supuesta dolencia de Dalmacio acabó con él en un manicomio, pero también debo decir que este lugar no le correspondía. Su salud mental está fuera de toda duda, y las circunstancias en las que terminó allí te las contará él en su momento. Yo, en mi calidad de médico y amigo suyo, así te lo aseguro.

Y así se lo aseguré también al doctor Rodríguez Casares. Reconozco que mi inusitado aspecto y mi inopinada aparición debieron de impresionar al hombre, aparte de que mi humor de perros en ese momento no me llegaba para templar gaitas. No obstante, tuve el tino de observar que era halagándole como conseguiría de él lo que quería, así que le pedí que me mostrase las instalaciones del hospital, como él lo definía, y me inventé para él una historia, en parte verdad y en gran parte mentira, sobre el personaje de Doroteo Quindós, el nombre bajo el que mi amigo estaba ingresado. Durante un paseo por los jardines del manicomio, incluso le prometí una máquina nueva de electrochoques a cargo del presupuesto de la Facultad de Medicina de la Universidad de Madrid, aunque no tengo ni idea de para qué sirve tal aparato, pero como no tengo intención alguna de cumplir tal promesa, no tiene ninguna importancia.

En fin, que con una combinación de miel y hiel, amenazando y prometiendo, alabando y censurando, conseguí vencer su reticencia a liberar a su cautivo, la cual me pareció que tenía más que ver con la condición de militar bajo la que mi amigo estaba ingresado que a su auténtica mejoría, ya que el Ministerio se encargaba puntualmente de los gastos que el interno pudiera ocasionar. Me responsabilicé por completo de su comportamiento y firmé cuanto documento me pusieron por delante. Incluso me entrevisté con Bazkoare, a quien he mencionado antes, que es un interno con quien Dalmacio ha hecho buenas migas y que confirmó ante el doctor Rodríguez Casares y ante mí mismo el impecable comportamiento de su compañero, y cuyos contactos harán llegar con un poco de suerte estas líneas a tus manos. Me cayó bien, Bazkoare. Mañana le enviaremos una carta contándole nuestro periplo y adjuntando la presente, para que le dé curso.

Por fin me trajeron a Dalmacio, flaco y desmejorado, pero más cuerdo que nunca. Antes de la hora de la comida estábamos trepando al coche de Marcial y alejándonos lo más deprisa que nos era posible, por un camino tan mal arreglado como las mentes de los pacientes que allí residían.

Cómo me alegré de verle, Luis Miguel. Tanto como me alegraré de verte a ti de nuevo, un día que espero no esté muy lejano. Qué gran abrazo nos dimos mientras el coche daba brincos entre los baches. Buscamos una venta donde nos dieran de comer y pudiéramos comprar vituallas, y sin más dilación seguimos hacia la Quintana, lo que también fue un buen trabajo. Dos días demoramos en llegar, durmiendo en los monasterios que dan refugio a los peregrinos del Camino de Santiago, y pasando luego por unos senderos de herradura que harían protestar a las cabras, y sin duda si no fuera porque Dalmacio conoce cada montaña y cada árbol del recorrido como si tuvieran un cartel iluminado indicando la dirección, no habríamos sido capaces de llegar. Marcial nos dejó al pie del risco, en la vereda que en apenas una hora caminando lleva a la casa, se despidió de nosotros, rogándonos encarecidamente que no dejásemos de avisarle la próxima vez que visitásemos la ciudad, y se alejó montaña abajo.

Así pues, aquí llevamos tres días, mientras mis pobres huesos se recuperan de la paliza y hago propósito para iniciar el viaje de vuelta. Espero que puedas encontrarme en Madrid en breve. Aquí en la Quintana se vive bien. Es sin discusión un lugar apartado y tranquilo, al que no viene nadie que no tenga un motivo. Indudablemente, la intención original de situar la casa y su molino lejos del pueblo fue aprovechar los vientos para ayudar a girar la piedra si el riachuelo bajaba seco. Hoy, se trata de un enorme caserón de piedra un punto siniestro, de cuatro pisos de altura y tejado a dos aguas, con dependencias adyacentes, algo desportilladas, para todas las funciones de una casa de labor, un hórreo para almacenar grano y unas cuadras vacías. Por la parte trasera hay un pequeño barranco del que brotan unos hermosos árboles y por el que pasa un arroyo que, acumulado en la parte alta con una acequia, podía mover la rueda del molino. Por este lado, ya comienza el bosque, una masa de floresta apretada que no parece nada acogedora más que para trasgos y seres sobrenaturales. Por el otro, unas laderas verdes y maravillosas, por las que dan ganas de echarse a rodar, dan de comer a un poco de ganado tranquilo y desperdigado, y al fondo, sobre el cielo despejado de la primavera, se alzan impresionantes las montañas, que aún conservan algo de nieve y refrescan el aire por las noches.

Por algún tipo de magia, los pollos que le hice enviar a Dalmacio no sólo han sobrevivido a su ausencia sin morir de inanición, ser robados o asesinados por raposas, sino que se las han apañado para reproducirse y tener un par de pollitos. Estas pequeñas vidas espontáneas dan alegría con sus píos y sus cacareos en la soledad del monte. Hemos habilitado unas dependencias, limpiado el hogar y hecho algo de acopio de leña. Mañana bajaremos al pueblo a comprar en la feria algo de tela para hacer unos cojines y un mantel nuevos, y para saludar a don Roque.

Anoche, de madrugada, escuché un cloqueo muy extraño, como si alguien golpease un tronco hueco con unos palos, y luego chasquidos como si se rascase la corteza de un árbol con un cepillo de metal. Bajé a la cocina temiendo que alguien estuviese al tanto de nuestra llegada, y allí me encontré a Dalmacio, que miraba muy atento por la ventana y me hizo un gesto de silencio. Me susurró que era un urogallo cantando en celo, un pájaro del tamaño de un pavo pequeño, extremadamente tímido y del que dicen que da buena suerte cuando se deja ver. Realmente, verlo no lo vimos, pero lo escuchamos cantar durante un buen rato, hasta que se aburrió y nos volvimos a la cama.

Desde que conseguí sacarle de la Cadellada, Dalmacio está tranquilo como un convaleciente que sabe que su recuperación será larga, pero que lleva buen camino. Se sienta en el poyo junto a la puerta de su casa, cara al sol, valga la expresión, cierra los ojos y se entrega a hacer la fotosíntesis, empapándose de luz y de la serenidad de su hogar. No quiero interrumpirle, pero tengo la impresión de que intenta que le salgan raíces y se quiere convertir en la parra retorcida que se extiende por la fachada, agarrándose a la casa y formando parte de esta tierra para siempre.

El lunes emprenderé el camino de vuelta. Espero que el paso de Palencia ya esté abierto y no me lleve tres días el regreso… Aquí se vive muy tranquilo, pero echo de menos el bullicio de mi casa, con la Prado canturreando por la casa como un abejorro contento y mi mujer susurrando lindezas a los niños mientras les da de mamar. A decir verdad, no echo de menos los olores de los pañales ni las berreas cuando tienen hambre, pero me consuelo pensando que es sólo una etapa y que no acabaré de creerme cómo ha pasado el tiempo cuando los vea hechos unos hombres.

Cuídate mucho, compañero. Espero que nos veamos pronto en Madrid.

Tu amigo que lo es,

Emilio.

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