Las cartas

Carta 12: De Luis Miguel a Emilio

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Roma (Italia), 24 de octubre de 1940

Mi muy estimado compañero:

En esta ocasión quiero que mis palabras te describan a la perfección cómo es mi vida en estos meses. El frío parece apoderarse de esta ciudad que me ha conquistado, aunque dadas las circunstancias, conquistar no es la palabra más adecuada. No sé si conoces la situación, pero Italia y Grecia afilaron sus cuchillos, y se acaban de enzarzar en otra guerra, como si no tuviéramos bastantes ya. Italia quiere conquistar Grecia. Conquistar, este término que parecía pertenecer al Medievo y o a siglos muy pasados, pero que hoy en día sigue en boga. ¡Cómo es el hombre! Pues precisamente el frío y el empeoramiento del tiempo es lo que está frenando casi en seco a las tropas italianas. Al parecer, todo tiene algo que ver con los Balcanes, pero no quiero hablarte de política.

Deberías saber que conoces a todo un galán y seductor español, o “Spagnolo rubacuori”, como ya me están conociendo en el barrio del hotel donde me hospedo. Y te mentiría si te dijese que no es cierto. Desde que me hiciste saber que estaba enfermo, y aunque no estabas completamente seguro de que tu diagnóstico fuera el acertado, tengo claro que lo que jamás conoceré, sobre todo porque me cierro a ello, es el amor. No podría ser tan injusto de querer a alguien, enamorar a una mujer, casarme, sabiendo que su futuro inmediato es la viudez. Teniendo en cuenta que desconozco cuánto tiempo puedo disfrutar de los placeres que la vida proporciona, no dudo en acelerar que éstos se me ofrezcan. Para ello uso todas las armas que poseo: dinero, educación, labia, mi físico, que como bien sabes es algo que cuido casi hasta el extremo.

Seguro que estás frunciendo el ceño, y que en tu interior me reprochas mi prepotencia, pero amigo mío, basta por una vez de penas. Es raro que una tarde la pase discurriendo solo por las hermosas calles italianas. Por norma general, tiendo a llevar del brazo una jovencita y hermosa “ragazza”. Qué fogosas, son compañero. Lástima que no pueda nunca formar una familia de mujer mediterránea, y te lo digo completamente en serio. Sin embargo, no me dejo llevar por la tristeza y aprovecho bien mi tiempo, aunque no por ello quiero que creas que uso a las mujeres y rompo su corazón en mil pedazos. Si algo aprendí en estas labores es a ser todo un galán. Las trato como a reinas, y mientras pasen conmigo aunque tan sólo sea una hora, quiero que se sientan especiales. Eso sí, con ello también consigo mis propósitos, que no es necesario que te diga cuáles son.

Te confieso que también me he aficionado a la marihuana, una hierba mora que se lía en cigarrillos. No podría decirte que esté a todas horas fumándola, pero sí me gusta degustar al menos uno antes de dejarme llevar por el sueño. Aplaca mis dolores y temblores nocturnos, y ahuyenta mis pesadillas. La conocí en algunos locales de la noche romana, porque está calando hondo en los jóvenes. Bien cierto es que disfrutar de la música jazz en alguno de estos lugares se está convirtiendo en otro de esos placeres de mi día a día. Junto con ello, también he probado, por si de algún modo pudiera abstraerme de la realidad, la cocaína. Dicen que es adictiva, pero la tomo en muy reducidas ocasiones.

A decir verdad, no creo posible que generen algún efecto positivo en mi enfermedad, pero si me dejase envolver por los terrores nocturnos que asaltan mi mente tras todo lo que pude ver en el campo de batalla, a lo que se añade posteriormente lo que mi sufrimiento imagina, caería constantemente, y sin ganas de volver a estar en pie.

Y una vez contadas mis locuras, y mis excesos, paso a lo realmente serio. No te asustes, pero ya es hora de confesarte algo muy importante, que hasta hoy no te conté, posiblemente porque aún no me fiaba de que mi correspondencia llegase a ti impoluta. No confío lo suficiente en nadie de quienes entrego estas cartas, hasta hoy.

Comenzaré por el principio e intentaré ser breve, pero sin dejar detalle a su vez, porque a un amigo como tú nada se le debe ocultar.

Justo en el inicio de nuestra guerra, allá por agosto y septiembre de 1936, yo servía en el bando nacional, aún no sintiéndome ni de un lado ni del otro. Di en conocer entonces a un personaje más que interesante, de nombre Robert Capa, de profesión reportero gráfico. Entablé cierta amistad con él y con su pareja, Gerda, amistad que al recrudecerse la contienda se intensificó, como tantas veces ocurre en circunstancias adversas. Tras un mes o dos de ofensiva, yo empezaba a tener claro que mis verdaderos ideales se acercaban más a la indignación hacia la injusticia que se estaba cometiendo, intentado arrebatarle al país una situación que hasta entonces, aunque no era estable, sí era legal y democrática, así que, de un modo un tanto arriesgado, empecé a transferir información muy comprometida de un bando al otro.

Robert me sirvió de mensajero durante mucho tiempo durante su visita a nuestro país, que duró algo más de un año. A él le interesaba y a mí también, ya que me sentía obligado a limpiar mi conciencia. Para él suponía conocer la situación, hora y lugares donde los nacionales atacarían, y así podía estar presente en el momento preciso para disparar su cámara hacia la vergüenza. Tras innumerables encuentros ocultos en esos densos y oscuros bosques españoles, Robert, antes de marcharse nuevamente a otra batalla, me citó por última vez para lo que acabó siendo la causa, y ahora empezarás a entenderlo todo, de mi marcha de nuestra España querida.

En ese último encuentro, Robert me hizo entrega de un carrete fotográfico, que como no sé si está revelado, no me atrevo a abrir, y por tanto desconozco su contenido o imágenes exactas. No me dio instrucciones. Lo único que me dejó claro fue que alguien de quien nunca sospecharan debía proteger las imágenes de la cobardía y el temor. Y ese era yo.

Desde entonces lo llevo conmigo de viaje, oculto como realmente estoy yo.

Eso es, camarada, oculto, huido, fugitivo. El error fue mío, cuando, bebiendo con un antiguo compañero de batalla que yo creía afín a mis ideales, le confesé poco antes de finalizar la guerra todo esto que te cuento. No tuvieron que atar muchos cabos para llegar a la conclusión de que poseo algo que es mejor que no salga a la luz. Ya que no han podido encontrar a Robert y sus carretes, encontrarme a mí sería mucho más sencillo.

He aquí la razón de mi marcha, y la verdadera razón de mi fuerte discusión familiar. De algún modo, mi padre me protegió con su dinero y con la obligación de abandonar de por vida a la familia. Y a su vez, éste es el motivo por el que viajo y no me instalo realmente en lugar alguno. Siguen mis pasos, los siento, me observan. Están cerca constantemente, sólo necesitan unos meses para conseguir alguna pista de mi paradero. El mismo Picasso me advertía en París que marchara lejos cuanto antes. Y ahora, precisamente por mi ganada fama, me será aún más difícil mantenerme aquí. Y es que precisamente una de esas damas con las que paseo me comentó que sospechaba que yo estaba siendo vigilado. Como lo lees, Emilio. Me advirtió de que llamaba demasiado la atención y que en este país, tal y como está la situación, todo el mundo sospecha de todo y todos. Como si en España fuera distinto. El propio gobierno italiano realiza investigaciones ocultas a la población, debido a las llamadas mafias, que son clanes familiares dedicados a la delincuencia y firmemente engastados en la sociedad y en el poder. Temo que el gobierno piense que yo pertenezco a alguno de estos clanes, o que a su vez que estos otros se convenzan de que soy partidario de algún otro clan rival, dado que son muy territoriales y bastante agresivos.

Hace unos días me dirigía por la tarde hacia Via della Pilotta, una hermosa calle romana, con arcos que la atraviesan para que la puedas cruzar por la parte superior y que te lleva nada menos que a mi lugar sagrado de esta capital, la Fontana di Trevi, o Fuente de Trevi. Intrigado por lo que aquella jovenzuela me decía, y por mis propias sospechas de que de algún modo ya me hubiesen encontrado, presté más atención a mis pasos que de costumbre. Cierto es que he comprobado que si te fijas en las personas con sospecha, al final lo haces de todas y de todo lo que observas, pero esta vez algo inusual me llamó poderosamente la atención. Llegando a la fuente, donde Dios bien lo sabe, todos los días pienso en todos y cada uno de vosotros a los que quiero y echo de menos, me percaté de que un joven caballero, de sombrero y elegancia trajeada, venía siguiendo cada uno de mis pasos, parándose en todos los lugares donde yo lo hacía. Intrigado y asustado, me encaminé hacia la basílica de Santa Maria della Vittoria. El camino es largo, pero me servía para comprobar que no fuesen imaginaciones mías. Pues adivina, el personaje no desistió. Pasé al interior del templo. Acudo allí cada semana, supondrás para qué: pido por ti y por tu familia en cada visita. Mientras lo hacía, no dejé de mirar por el rabillo del ojo, y allí estaba sentado, haciéndome creer que estaba rezando.

Reconozco que los nervios me ganaron durante unos momentos. Pero después de todo lo que hemos pasado, a qué voy a temer más que a estar en medio de una guerra. Después de todo, no parecía cansarse. Decidí salir, pero esperar tras la puerta su salida y allí, enfrentarme a él y sus respuestas. Tardó muy poco en seguirme. Lo cogí por sorpresa, salió de mi interior ese soldado que fui. Tras un intenso forcejeo, logré hacerme con él, aunque tuve que enseñarle mi documentación para que dejase de ejercer fuerza y comprendiera que no le haría daño. Lancé una pregunta directa y me respondió sin recelo. Resultó ser una especie de aprendiz de delincuente. Confesó, pero como él me dijo, sólo porque ellos no temen a nada ni nadie. Al parecer, las mafias temían que yo perteneciese a alguna familia poderosa que intentase hacerse un hueco en los barrios romanos, y era algo que no iban a permitir. Con la educación que me caracteriza y con todo el cuidado del mundo, le hice saber y ver lo que soy, un español huido del país que creía conocer y que ahora no reconoce. Añadió algunas veladas amenazas por cuenta de algunos parientes de las jovencitas que frecuento, pero antes de que terminase, me marché.

Tras este desafortunado episodio he decidido viajar nuevamente, para acabar en algún momento en donde no sospecharán que esté: España. Intentaré ocultar ese carrete en algún lugar donde esté protegido, antes de que mi final esté demasiado cerca y flaqueen mis fuerzas, un lugar donde no lo encuentren, pero del que te haré partícipe en persona. Para que algún día, la Historia haga justicia y pueda verse de por vida lo que el ojo de Robert contempló y plasmó. Y que tú puedas disfrutar los méritos para cuando todo vuelva a su ser y lo lances a la luz.

De Robert nunca volví a saber nada, aunque sí de su pareja, Gerda Taro. Durante la retirada en convoy del ejército republicano en Brunete, en un momento dado, unos aviones enemigos que volaban a muy baja altura hicieron que cundiera el pánico, haciendo caer a Gerda del camión donde se había subido. Entonces un tanque republicano, fíjate qué cosas, aquellos por los que a su modo luchaban ella y Robert, pasó sobre ella y acabó con su vida.

No esperes mi visita, apareceré cuando menos lo imagines. Es mi forma de protegerte a ti y tu familia. Pero no dejes de contar con mis cartas, a través de las cuales sólo tú conocerás mi paradero.

Por último, no quiero que todo esto te haga pensar demasiado en mi peligro. Ten por seguro que sé muy bien guardar mis espaldas y que a pesar de esto, soy feliz, me siento orgulloso de lo que hice y de lo que hago, y que disfruto la vida como ya leíste en el inicio de la presente.

Te envío un fuerte abrazo, deseándote la mayor de las felicidades a ti y a los tuyos. Tu amigo que lo es,

Luis Miguel Herranz.

Carta 12: De Luis Miguel a Emilio
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