Las cartas

Carta 11: De Emilio a Dalmacio

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Toledo, 30 de noviembre de 1940

Mi querido amigo Dalmacio:

Como excelente amigo que eres mío, quisiera pedirte un favor que necesito de ti. Conociéndote, sé que te pondrás a mi disposición, y por esto me permito la libertad de incluir a la vez mi petición y el cobro de la misma, aun sabiendo que cargo sobre ti una responsabilidad que no te corresponde, y que verdaderamente me gustaría que no tuvieras. Pero necesito hacerlo, y a la vez te pido disculpas por ello. Pongo en tus manos parte de mi vida, aprovechando que está todo fresco en mi memoria, porque debe quedar constancia en alguna parte si las cosas se tuercen. No debes hacer nada más que ser mi audiencia, conocer lo que voy a contarte y llevarte el secreto a la tumba si todo va bien, Dios así lo quiera.

El pasado día 13 de noviembre, con más de dos semanas de retraso sobre la fecha prevista y tras dos días de intensa labor, mi esposa dio a luz un hermoso varón a quien pusimos el nombre de Luis Dalmacio. Espero que sea de tu agrado. No soy capaz de explicarte, amigo mío, mi alegría y mi orgullo. Tengo ahora un sentimiento nuevo, una manera de amar que ni siquiera había imaginado antes, amor mezclado con orgullo y con unas feroces ansias de protección. Creo que aún me estoy acostumbrando a estas nuevas dimensiones del cariño.

En esos días, la Guardia Civil batía la zona del pueblo de mi mujer buscando a unos maquis que describían como la propia encarnación de Belcebú, se impuso el toque de queda al anochecer y como los días vienen siendo más cortos, se hace poca vida común. Como la casa de mis suegros queda algo retirada del pueblo, decidimos estirar el toque de queda y esperar unos días para que tocaran las campanas, llevar a bautizar al niño y hacer oficial su existencia, dando así unos días a la nueva madre para recuperarse.

En previsión de estos gastos que se avecinaban, el día 20, cuando mi hijo cumplía una semana, me levanté temprano, tomé la mula y volví a Toledo a trabajar unos días y reunir algo de dinero con que pagar su extorsión a la iglesia, que se arroga los poderes que deberían ser patrimonio de la sociedad, como es dar la bienvenida a un nuevo miembro. No me extenderé en este tema porque es algo inevitable en los tiempos que corren, pero además tenía que ir a la capital a hacer los trámites en el registro civil, que es donde corresponde hacerlos y no en los libros de la parroquia. Así que me despedí de mi mujer, de mi hijo y de mis suegros y partí, con la idea de volver una semana después, suponiendo ya alejados a los maquis, y celebrar una pequeña fiesta, de la que estamos tan necesitados.

Me recibió Prado, nuestra doméstica, con quien no pude hablar demasiado pues me puse a trabajar de inmediato, y decidí llamar más tarde al mancebo, Ricardo, a quien considero recuperado de sus veleidades anarquistas que no recuerdo si te he mencionado, pero ahora no es el momento de rememorarlas. Retrasé los papeleos para los días siguientes, pues al fin y al cabo era yo mismo quien había atendido el parto y quien firmaba el certificado, y por tanto podía dar buena fe de los hechos.

Ese miércoles, por la tarde, cayó la primera nevada de la temporada. No mucho, lo justo para pintar de blanco los tejados de la ciudad y las rocas descubiertas. Mi recaudación iba bien, pues la gente aún conservaba algo de dinero antes del invierno, y a última hora de la tarde me llegó recado con un chiquillo, que me requería cerca de mi antiguo barrio, a los pies del Alcázar, para atender a un arriero a quien había pisado su mula. Tomé la mía, me abrigué bien y me dirigí allí con mi maletín.

La cosa no fue sencilla y aunque en un principio intenté salvarle unos dedos quebrados, finalmente decidí amputárselos y prevenir una larga convalecencia que le impediría trabajar, y más en un momento tan comprometido del año para un arriero. Era un hombre recio, un tal Marcial que intentó aguantar el sufrimiento con estoicismo, y reconozco que mayormente lo consiguió. Después de operarle allí mismo, permanecí un rato con sus compañeros, vigilando cómo se recuperaba del poco de morfina que había podido darle y de la tremenda borrachera que le habían provocado los intentos de adormecerle el dolor con aguardiente. Por fin, ya entrada la noche, cobré mis emolumentos y emprendí el camino a casa.

Se había despejado el cielo y había dejado de nevar, dejando las estrellas tintineando allá en lo alto, pero había empezado a helar y las calles estaban desiertas. Aunque mi consulta de la calle del Nuncio Viejo no está lejos, monté en la mula para que me diese calor y juntos comenzamos a subir cuestas a la luz de un quinqué, hasta que de pronto me salió al paso una figura tambaleante, cubierta de negro de pies a cabeza. La mula alzó las orejas, pero no se asustó porque la reconocimos de inmediato: era mi antigua vecina, Francisca Molero, la mujer de Manuel Vega Mejía, aquel hombre interno en el penal de Ocaña desde hace más de un año sin saber de qué se le acusa. Estaba muy agitada, y en cuanto me reconoció se echó a llorar, exclamando bendiciones y diciendo incoherencias acerca de que era muy temprano que no comprendí en ese momento, pues era casi medianoche. Descabalgué y quise calmarla, conminándola a regresar a casa en una noche tan fría como aquella. Se me agarró a las solapas y me dijo que ya no vivía donde antes, entre balbuceos me explicó dónde era y hasta allí la llevé, pensando que un poco de la morfina que había en mi maletín le iba a sentar mejor que bien en su estado de inquietud.

Su nuevo hogar resultó ser un bloque de viviendas medio arruinado y espantoso en un callejón horrible en el límite de la ciudad, y afortunadamente desierto en ese momento. Dejé la mula en el portal, rezando por que no me la robaran, y Francisca me llevó hasta el último piso, no sé si un quinto o un sexto, por unas escaleras angostas e irregulares mientras seguía tambaleándose con su retahíla de bendiciones e incongruencias, hasta una habitación que a todas luces ocupaba ella sola. Había una cama costrosa, una mesa coja, dos sillas de pleita desmontadas y un infiernillo en un rincón, junto a la ventana de postigos cerrados. Sus cuatro ropas, las que no llevaba puestas, colgaban de un cordel clavado a la pared. Toda la estancia transmitía una obvia sensación de pobreza, que no miseria, pues todo estaba cuan limpio era posible, pero sobre todo emanaba una profundísima tristeza.

Una vez cerrada la puerta, y ante mi absoluto estupor, Paca procedió a darme la espalda y quitarse el manto con un gesto resuelto que reconocí como aquel que hacen esas mujeres a cuyos maridos he atendido pero que no pueden pagarme. Antes de que yo pudiera decir una palabra, se giró y me mostró cuál era su problema más urgente: estaba de parto.

Entonces entendí sus incoherencias acerca de que era muy temprano, pues indudablemente era un parto adelantado al menos dos meses. No llevó mucho, apenas un par de horas, porque la labor estaba bastante avanzada, pero nos dio tiempo a hablar un rato. Habiendo encontrado quien le ayudase y con semejante tarea por hacer, se había serenado, y me contó entre gruñidos que su marido permanecía en la cárcel y sus hijos se los había quedado internos Auxilio Social en un centro en Paracuellos, que le quedaba muy retirado para ir a visitarlos con frecuencia. Su hermana se había colocado sirviendo en una casa en la ciudad, y ella se había quedado en Toledo, ocupada en el mal pagado oficio de lavandera, porque no tenía otro sitio mejor al que ir.

Cuando le pregunté si había conseguido visitar a su marido el tiempo suficiente para hacer al niño que venía, me sostuvo la mirada con unos ojos en los que ahora, recordando ese momento, leo ira y miedo, pero no vergüenza. Me respondió simplemente que no, y no pudo darme más explicaciones porque la Naturaleza siguió su curso imparable. Una sencilla cuenta, según mis cálculos, daba como resultado aquella ocasión en que Francisca fue a hablar con el gobernador militar para averiguar de qué acusaban a su marido y fue también detenida durante unas semanas.

Paca aguantó todos sus trabajos en silencio para no alertar a los vecinos, y por fin dio a luz un niño, pequeñito pero completo y sano. Ella procedió a apagar sus primeros lloros poniéndoselo al pecho de inmediato, mientras yo me ocupaba de las secundinas y de recoger todo aquello. Por fin, los arropé con mi capote, me senté en una de las sillas y miré a aquella madre cariñosa recibiendo a su hijo, ya serena y orgullosa del trabajo bien hecho. Y sin poder evitarlo, tras un largo día de trabajo, me quedé dormido, sentado en una silla desportillada y apoyado sobre la mesa.

No sabría decir cuánto tiempo llevaba dormido ni qué fue lo que me despertó, pero creo que fue un ruido que mi mente consciente no escuchó. Abrí los ojos y el pequeño dormía solo, con el abandono de los bebés muy pequeños recién comidos, y empaquetado como un gusanito en el capullo del mantón que se había quitado antes Paquita. Ella no estaba. Y la ventana estaba abierta.

Despejado de inmediato, me abalancé hacia allí, y con la vista seguí la tremenda caída que había desde la ventana, ya que si por el lado delantero del edificio estábamos en un quinto o sexto piso, por la parte trasera había por lo menos dos pisos más. El ángulo que hacía el cuerpo de Francisca Molero sobre la escarcha helada no dejaba lugar a dudas: yo ya no podía hacer nada más por ella. Había dejado atrás todas las miserias de este mundo.

Por un momento, consideré mi situación. Era improbable que me hubiera visto nadie, a no ser que hubieran reconocido mi mula atada en el portal. Pero había pasado varias horas en compañía de una mujer joven, a solas, donde se habían podido escuchar sonidos comprometedores, y a continuación esa mujer había salido por la ventana. Tenía que salir de allí de inmediato, antes de que alguien descubriese el cuerpo varios pisos más abajo.

Pero, ¿qué iba a ser de aquel niño, que yo mismo había ayudado a traer al mundo? En el caso de que sobreviviera a su corta gestación y al frío y a la mala alimentación, acabaría en un orfanato, estigmatizado por el suicidio de su madre y su improbable paternidad, o en el Auxilio Social, o sirviendo como mozo tratado a pescozones y palizas por la mala suerte de haber nacido aquí y ahora. Y yo eso no iba a permitirlo.

Recogí mis cosas a toda velocidad, esperando oír en cualquier momento los gritos que indicasen que habían encontrado el cuerpo de Paca, y utilicé el manto para atarme el niño al pecho como pude para tener las manos libres. Hice un atado con las ropas de cama manchadas, me eché el capote por encima, di un último vistazo para asegurarme de que no me dejaba nada y salí corriendo escaleras abajo, lo más silenciosamente que pude. Desperté a la mula, cargué mis cosas y me fui directamente al pueblo. Cuando pasé sobre el Tajo, tiré las sábanas a las aguas heladas.

Por el camino, tuve la oportunidad de pensar en las pocas personas a quienes había comentado el nacimiento de mi único hijo. Afortunadamente, eran muy pocas. También caí en la cuenta de que la hermana de Francisca tenía que estar al tanto de la situación, y que probablemente se haría preguntas, pero esperaba que no me las hiciera a mí. Había empezado a amanecer la mañana del día 21 y ya estaba llegando, cuando casi se me para el corazón al ver a lo lejos a una pareja de la Guardia Civil que estaba patrullando la zona, buscando a los maquis que yo había olvidado completamente. Me reconocieron de inmediato y se acercaron a saludarme, mientras yo pensaba que iba a despertar al pequeño sólo con los latidos de mi corazón sobresaltado en el pecho, pero al decirles que no había novedad y acostumbrados a verme a horas intempestivas, los Hados y el frío se confabularon para no detenerme y que los números no se acercasen demasiado.

El pequeño rompió a llorar al entrar en la casa, donde mi suegra ya estaba haciendo el pan. No tuve que dar muchas explicaciones. Mi mujer, esa mujer hermosa, valiente y lista, me miró a la cara y lo que vio debió de convencerla, pues acogió al recién llegado sin hacer preguntas, y mi suegro afirmó en ese mismo momento que habíamos tenido mellizos. Hasta ahora, ninguno ha hecho ningún avance más sobre el tema. Mi suegra preguntó el nombre del niño, y aunque mi primer impulso fue ponerle o bien Francisco o bien Manuel, quise alejar cualquier sospecha de su relación con tan desgraciada pareja si había una investigación, y decidí ponerle el nombre de Miguel, por mi amigo Luis Miguel y por el buen profesor don Miguel de Unamuno. Todo el mundo estuvo conforme y no se habló más.

Ambos serán bautizados en la parroquia del pueblo mañana domingo, 1 de diciembre. Esta semana he ido al registro civil y los he inscrito a ambos como hijos míos, Luis Dalmacio y Miguel. Alguien hará comentarios mañana sobre la diferencia de tamaño entre ambos hermanos, pero yo diré que es frecuente que uno tome más alimento de la madre que el otro durante el embarazo. Tendrá mis apellidos y los de mi esposa, y crecerá como un niño más, no con el horrible destino que le había sido otorgado en un principio.

Lamento, amigo mío, hacerte depositario de tan terrible historia, pero como no sé cómo puede terminar esto, y más si se abre una investigación acerca de la muerte de Francisca que les lleve hasta mí, quiero que el relato de este nacimiento conste en alguna parte, porque es justo. No debes hacer nada más que guardar este conocimiento para ti, y llevártelo contigo en su momento. Pero ahora que lo he escrito me siento mucho más tranquilo. A fuerza de no mencionar el asunto, he temido olvidar estos acontecimientos, que si bien en un principio me parecieron grabados a fuego, ahora se desdibujan en la memoria como jirones de niebla y me parecen irreales.

No obstante, no estoy tranquilo, y temo que alguien recuerde haber visto mi mula durante aquellas horas y me relacionen no ya a mí, sino a Miguel, con aquellos hechos. Así que he decidido alejarme de aquí y he aceptado el ofrecimiento de mi antiguo jefe y siempre maestro, Álvaro Cervello de Guillerna, y empezar a dar clases en la Universidad de Madrid. Escríbeme a casa de mis suegros a través del comerciante de aceites hasta que pueda facilitarte una dirección en la capital.

Por cierto que me respondió a la consulta que le hice sobre tu caso. Opina, como yo, que debes mejorar tu alimentación en la medida de lo posible, y poner remedio a esa misantropía que domina tu vida. Recomienda sol y aire libre, que si de ésto tienes, de aquéllo las tierras asturianas no siempre andan sobradas, y que alejes de tu mente la política y la rememoración del dolor. En el caso extremo de que la melancolía se apodere de ti, receta que emigres a lugares donde haya libertad y luz, como México o Argentina. Sé que esta recomendación no la aceptarás, pero mi respeto por su dictamen es tal que no puedo reservármela.

Espero que a la recepción de la presente hayan remitido los sucesos que te preocupaban y que por fin sea tu familia quien habite tu casa. La soledad no es buena para ti, amigo Dalmacio, busca alguien con quien compartir el producto de la tierra y que te ayude a labrarla. Una buena compañera es más que una bendición del Cielo.

Gracias, amigo mío, por el favor que me haces. No tendré vida suficiente para pagártelo.

Muy sinceramente, tu amigo y servidor,

Emilio Pérez-Olivares Espinosa.

Carta 11: De Emilio a Dalmacio
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