Las cartas

Carta 10: De Dalmacio a Emilio

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Asturias, 13 de noviembre de 1940

Querido Emilio:

Para tu tranquilidad he de decirte que, tras recibir noticias tuyas, sentí gran alegría. Trato de mantenerme sereno y, aunque a veces me es difícil conseguirlo, la mayoría del tiempo trato de aquietar las alteraciones de mi ánimo. Alejo de mí los pensamientos que me nublan la mente como el único camino viable para alcanzar la salud mental.

Gracias al contenido de tu escrito y al valimiento de tus letras, estoy logrando variar, no sólo la disposición del ánimo frente a esta desaparición que continúo sin entender, sino que también he adquirido la fuerza necesaria para evaluar los sucesos que me siguen torturando.

Tu misiva del pasado octubre llegó hasta mí como el golpe de aire fresco que necesitaban mi razón y alma, y mudé mi semblante. Lo supe en cuanto Don Roque, en una de mis visitas a la parroquia, no dudó en comentarme que mi rostro lo daba a entender. Fue entonces cuando agradecí el poder terapéutico que provocan tus noticias. En tu carta pude también recordar que hay vida fuera de mi entorno, y supe que a través de ti puedo interactuar con mis semejantes. Y es que es esto lo que venía necesitando: una conexión con la vida.

Hay asuntos que no sobresalen de lo ordinario y común que sostienen mi equilibrio emocional: mis escasas charlas con el cura, el cuidado del huerto, e incluso algo tan insignificante como es escuchar el gallo flaco anunciándome el día… Pero el intercambio de palabras con los amigos que dejé atrás, es realmente esa pieza de consistencia que me da fuerza y solidifica mis esperanzas. Y ahora que soy consciente de esto, rescato lo dicho al comienzo, que las palabras escritas están siendo ese brío que compensa y sana esta locura que poco a poco parece que mina mi razón. Por otro lado, tus consejos sobre tomarme el caldo resultado de hervir valeriana ha sido todo un acierto. Desde que me habitué a ingerir esta infusión todos los días a media tarde, han cesado los espasmos que solían aparecer según caía la noche. Y, aunque me encuentro mucho mejor, y la calidad de mi alimentación ha mejorado, trato constantemente de serenarme ante los acontecimientos que han sucedido estos días.

Sí, Emilio, puedo imaginarte sorprendido, o tal vez esbozando una sonrisa cuando te digo que he pedido servicios religiosos a Don Roque. Hasta este extremo he llegado por el ansia de alcanzar una tranquilidad que parece no llegar nunca. Pienso que, de alguna manera, me he traicionado a mí mismo, y aunque en el más amplio sentido de la palabra no sea así, tengo esa sensación de que mis principios se han tambaleado, y por eso trato de no darle mucha importancia.

Y ahora, como te supongo sorprendido sobre esta cuestión, te contaré que durante mi errante regreso a Asturias, a mi paso por Guadalajara, topé e hice amistad con un ruso… Sí, Emilio, realmente hubo rusos durante la guerra. ¿Recuerdas que lo llegamos a dudar? Habíamos oído hablar de ellos, pero ni nosotros, ni nadie que conociéramos se había topado con ninguno. Stanislav Vasílev, como se llamaba el individuo y que había desempeñado la función de asesor soviético en el diseño del Nuevo Ejército Popular de la República en La Alcarria, pudo mantener largas charlas conmigo antes de marchar a Moscú, ya que también fue enviado a España en calidad de intérprete. En los días largos en que no nos quedaba otra que esperar escondidos, le hablé de mi particular visión sobre el ateísmo, ¿y sabes qué? Stanislav me contó que ya hubo un griego, un tal Epicuro que trescientos años antes de Cristo tuvo las mismas inquietudes que yo. Y parece ser que sus teorías son aceptadas y reconocidas. Es más, mis pensamientos están catalogados con el nombre de “la existencia del mal”.

Como este Epicuro, siempre he concluido en que la suposición de que un Dios omnipresente y todopoderoso debería ser capaz de arreglar el mundo según sus intenciones. Como el mal y el sufrimiento existen, puede parecer que Dios quiere o permiten que existan, por lo que este ser sobrenatural que tanta gente venera no sería perfectamente bueno, o no sería omnipresente porque no se percata de todo el sufrimiento del mundo, o no es todopoderoso ya que no puede arreglar este mundo para eliminar de raíz el mal. O efectivamente, no es plenamente benevolente.

Como ves, son las propias Escrituras las que me empujan a ignorar a la Iglesia Católica, esa que el que el Caudillo ha impuesto y que pretende que comulguemos con ruedas de molino. Por lo que veo, Franco no ha tenido en cuenta las propias palabras de Jesucristo cuando sin duda se refiere a la separación entre la iglesia y el Estado: dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.

Esta perorata, Emilio, con la que no quiero molestarte más, y que casi me deja el tintero seco, viene a colación de unos acontecimientos que comenzaron a importunarme a mediados de septiembre. Pero para que llegues a entenderlo tengo que remontarme muy atrás en el tiempo. Por esto, además de tratar de ser breve, elegiré las palabras más adecuadas con las que pueda expresarme.

La casona que me guarda lleva levantada tantos años que presenció la Primera Guerra Carlista, y aunque no se encuentra en las mejores condiciones, la solidez de sus cimientos augura que continuará en pie más tiempo del que hace que se construyó. Según el bisabuelo Amancio, que fue un hombre de bien donde los haya, antes de convertir la que es ahora mi morada en un lugar habitable, fue un molino usado para teñir y ablandar las telas y lanas para colchones. Pero cuando mis antepasados quisieron probar fortuna plantando lino, un temporal terminó con la empresa en la que se habían empleado todos los ahorros de la familia. Fue entonces cuando el molino fue rehabilitado en casona, y yo represento la cuarta generación que la está disfrutando como tal.

Pasó el tiempo, y contaba mi abuelo Venancio que, recién enviudado, había hospedado por unas semanas a un caminante sin temor al bosque que decía poseer el Arte de la Literatura y de la Música, y que incluso había adquirido cierta fama por haberse leído uno de sus poemas en el Liceo ovetense. El abuelo Venancio estrechó con él entonces una amistad de esas que perduran toda una vida, con el que resultó ser el escritor y compositor de Oviedo Teodoro Cuesta. Y después de unas semanas en que el carbayón disfrutó del remanso que se le había brindado, partió agradecido por los caminos que señalan las cuencas hulleras.

Cierto es que no volvieron a verse, pero un lustro antes de que terminara la centuria, estuvieron intercambiando una correspondencia que ahora tengo en mi poder. Mi abuelo contaba que pasó un año, dos, tres… Comenzó el siglo y nada supo de su amigo. Hasta que un día, en la taberna del pueblo, preguntó a un viajante proveniente de Oviedo por Teodoro Cuesta. Éste le dio cuenta entonces de su fallecimiento, sucedido tiempo atrás. El pobre hombre había malvivido durante sus últimos años, murió arruinado esperando un dinero de la jubilación que se perdió entre eternos atados y legajos burocráticos de la administración. Pero el consuelo de los que dejó fue la numerosa asistencia a su funeral; su entierro, según el viajante, fue uno de los más numerosos que se recuerdan en Oviedo desde tiempos de los astures.

Los ruidos comenzaron a mediados de septiembre.

Y no, Emilio, y aún después de lo que a continuación voy a relatar, continúo aferrándome a la idea de que la imaginación y las nieblas que obnubilan mi mente me juegan malas pasadas. Me niego a suponer que comparto la casona con espectros, y esto es algo que por mi bien he de repetirme todos los días. A veces, a punto de conciliar el sueño, escucho los ruidos de abajo, y afino el oído al tiempo que concluyo en una visión quimérica como la que se da en los sueños o en las figuraciones de la imaginación.

La primera vez que reparé en lo que supuse una presencia física, me armé con el atizador de la chimenea de mi estancia. Bajé la escalera despacio, y mis pasos, que me delataban con el crujir de los peldaños, amortiguaron el trastear en la cocina. Nada, Emilio, ahí no había nadie. He de reconocer que guardé la esperanza del regreso de mis padres y mi hermana. Por un momento, supuse que mis rezos habían traspasado las sombras del bosque hasta alcanzar la compasión de Busgosu, pero nada más lejos, Emilio. Mi familia sigue desaparecida, y mis esperanzas puestas en que la Providencia quiera que se hallen escondidos.

Así que, con el arma en una mano, el corazón desbocado y la lámpara de sebo en la otra, inspeccioné el cuarto de donde provenían los ruidos. Nada. Ni un alma. Sin embargo, sobre la mesa de nogal y forja había algo que resultó ser un libro. ¡Nunca ha habido libros en casa! Nunca hemos podido permitirnos ese gasto. Las únicas lecturas que se han cobijado bajo el techo de la casona han sido unos escasos escritos prohibidos prestados por Don Roque, y ahora lo están siendo las viejas cartas remitidas por Teodoro Cuesta a mi abuelo.

Se trataba de una novela de Thomas Mann. Contuve la respiración, agudicé el oído después de preguntar en voz alta si había alguien en la casa, pero nada… Inspeccioné entonces puertas, ventanas y cualquier sitio por donde pudiera haberse colado un suspiro de aire. Sin otro remedio, culpé a esta recién adquirida facultad de mi mente de presentarme cosas irreales. Pero, ¿y el libro? Sujetaba con la mano derecha una evidencia que tiraba por tierra cualquier posibilidad de que hubiese sido falsa. Leí sin mucha concentración durante gran parte de la noche. ¿Qué otro remedio me quedaba? Y cuando las primeras luces me anunciaron el día, la torpeza de los sentidos motivada por el sueño me hizo creer que había sido traicionado por una pesadilla… Pero ahí estaba, en el suelo, al lado de mi catre, “La Montaña Mágica”, de Thomas Mann.

La noche siguiente no envidió a la anterior. Idénticos ruidos, pero esta vez podría jurar que habían comenzado sólo con el fin de contrariarme, porque cesaron de inmediato. Fue como un preludio de lo que, después del margen de silencio, vendría después. En un cuarto contiguo al taller de la fragua, al final del corredor custodiado por puertas que dan a otras habitaciones vacías, emergía una música… Tenue al comienzo, tanto, que pudiera proceder de una partitura que alguien leía sólo en mi cabeza, pero que seguí igualmente. La estancia donde terminaron mis pasos presentaba algunos muebles viejos, ya irrecuperables y con el seguro destino de la chimenea en las crudas noches de invierno, excepto el gramófono que adquirió el abuelo Venancio a algún buhonero en tiempos de vacas gordas. El enorme cono tallado susurraba algo quejumbroso, lo que pude apreciar como un miserere. Reconocí de inmediato el canto en forma de súplica de perdón, hecho por alguien que muestra claridad en el reconocimiento de culpa, y fue inevitable que el coro, algo quejumbroso por ser arrancado de la pizarra, me trasladara de inmediato hasta la infancia. Fui todos y cada unos de los viernes de la tercera semana de Cuaresma, cuando en las enlutadas noches frías se abrigaban las procesiones celebradas en Marcenado del Moire. Ahí, cuando los cantos solemnes de los salmos en las tinieblas de la Semana Santa creaban aquel clima de pecado.

La interrupción de la música me sacó de mis asistencias al culto al Nazareno, e inmediatamente aparté la aguja del disco de pizarra, y lo cogí con cuidado entre mis manos para acercarlo a la luz tenue de la lámpara de sebo, para leer en la etiqueta circular: “Miserere – Teodoro Cuesta – Banda del Hospicio de Oviedo”.

Apenas esperé a la alborada para encaminarme hacia el pueblo, y mientras serpenteaba por los caminos, mis pensamientos sólo apuntaban a una dirección. Nunca he sido supersticioso, Emilio, tú lo sabes, pero mi imaginación dictó sentencia. A mi parecer, algo se había despertado por la lectura de las cartas de Teodoro Cuesta, lo creí en firme entonces. Pero amigo, ahora, con esos días separados por el tiempo, he querido preguntarme por los extremos que inquietaron mi alma.

Cierto que la casa ya esta bendecida, y aunque no han cesado los ruidos de la planta de abajo, ahora sí son más leves. He seguido al pie de la letra los consejos de Don Roque. Aseguró que con el simple propósito de dar la espalda a los asuntos que no son ni de Dios ni de este mundo, es suficiente para que remitan y se aparten hacia la Eternidad.

Y eso es todo, querido amigo. He dudado si relatarte esta preocupación que ya está dejando de serlo, y tal vez por esto di rienda suelta a la pluma. Las sabias palabras del cura me tranquilizaron en su momento, y su seguridad de que estos acontecimientos son disfraces de mi imaginación es argumento suficiente para que mis noches sean un poco más apacibles.

Sin más que añadir, albergo la esperanza de que tu próxima carta me traiga buenas noticias sobre tu paternidad.

Atentamente, tu buen amigo que te aprecia,

Dalmacio Argüelles Sella.

Carta 10: De Dalmacio a Emilio
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