Las cartas

Carta 39: De Dalmacio a Luis Miguel

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Asturias, 31 de mayo de 1941

Querido amigo Luis Miguel:

Primero, habrá de perdonarme por la introducción a estas letras tratándole con tal familiaridad en el saludo vocativo, pero Emilio, este nuestro querido amigo común, me ha estado hablando tanto de usted durante los últimos meses, que ya siento como si nos conociéramos.

Parece ser que usted y yo tuvimos un encuentro hace poco más de dos años en unas circunstancias muy diferentes a las actuales, y habrá de perdonarme de nuevo, porque lamentablemente no recuerdo aquel momento. Como supongo que ya estará informado por Emilio, la Fortuna quiso que el señor Robert Capa inmortalizara tal ocasión, y para mi sorpresa me han llegado noticias de que el retrato en cuestión fue divulgado por una importante revista de lengua extranjera.

Comprenda usted que a causa de mi oficio como conductor de ambulancias durante la guerra, tuve cientos de encuentros, quizá miles, y si hemos de añadir el caos que supuso el conflicto y todos los hospitales de campaña que tuve que recorrer durante meses, puede suponer que mi cabeza dejó de memorizar los rostros de los camaradas. Afortunadamente, Emilio, usted y yo, sobrevivimos y hemos dejado atrás todo aquello. Pero cuando pienso en los destinos de aquellos soldados de aquella guerra que nunca debió tener lugar, ahora, acomodado en mi casa de Asturias, y desde la distancia al horror que tuvimos que padecer, trato de suponer sólo bienaventuranzas para los camaradas que nunca más volveremos a ver.

Sea bienvenido, amigo Luis Miguel. Tal vez debiera haber comenzado esta carta con estas palabras; disculpe esta cabeza mía, que no ha hecho más que intentar recomponerse desde abril del treinta y nueve. Cuando venga por fin a La Quintana le explicaré largo y tendido los avatares que minaron mi razón hasta creerla perdida. Pero no tema: el tiempo, la reflexión y la inestimable ayuda de Emilio y del cura de Marcenado del Moire, me devolvieron una cordura que realmente nunca perdí. Sabrá que la cabeza está llena de rincones oscuros e inexplorados, pero he aprendido que hay que avanzar por ellos sin temor.

Por otro lado, tengo entendido que se encuentra usted delicado de salud, y siento mucho que así sea. Me atrevería a pronosticar que los aires asturianos acelerarán la recuperación de sus fiebres reumáticas. Así que tenga por seguro que aquí podrá descansar, y aunque no conviene alejarse mucho de La Quintana, seguro que podremos dar largos paseos ahora que ya está aquí el buen tiempo, y de seguro que estos espantarán sus ajes. Con un poco de suerte, toparemos con el Busgosu en los bosques. Pero no tenga cuidado, Luis Miguel. El Busgosu es un ser mitológico que habita en la fantasía de unos y en la realidad de otros. Se trata de un juego que proponen desde hace muchos años los bosques de estas tierras mágicas.

Sin ir más lejos, mi bisabuelo Amancio me aseguró hace muchos años que se encontró con él. Lo describió como un ser pacífico, con cierto aire cansado pero al tiempo infatigable, alto, enjuto, barbudo y con los ojos pequeños y hundidos. Mi bisabuelo le dijo que llevaba toda la vida buscándole, pero cuál sería su sorpresa cuando la respuesta del Busgosu fue que era él el que buscaba a los lugareños cuando consideraba que necesitaban su ayuda. Durante aquel único encuentro, mi antepasado andaba preocupado por su futuro y el de toda su familia, porque habían plantado lino para hacer tela para colchones y un temporal acababa de echar a perder toda la cosecha. El Busgosu, antes de que mi bisabuelo le contara sus cuitas, profirió un consejo que beneficiaría no sólo a mi pariente, sino también a las siguientes generaciones. Le dijo que la Naturaleza era caprichosa e impredecible, pero que por su afinidad con los otros habitantes del bosque, había sabido que el río que alimentaba el molino que usaba para teñir y ablandar las telas y las lanas para su negocio de colchones, desaparecería… El río brotaría de nuevo, sí, pero que no sabía cuándo. Esa misma noche, el bisabuelo Amancio comenzó a pensar en cómo su familia podía no depender del molino, y lo consiguió antes de que el río dejase de manar.

Sé lo que estará pensando, amigo mío, que esta cordura, de la que yo mismo dudé, no ha terminado de enraizarse en mi cabeza. Y pudiera ser que no esté usted muy equivocado, pero aquí en Asturias, en esta tierra que me vio nacer, la que esperó mi ausencia durante la guerra, y la que acogió después mi regreso con los brazos abiertos, guarda unas doctrinas que se conservan por transmisión de padres a hijos. No dude de que estos lares son hospitalarios para todo hombre de buena fe que quiera poner un pie en ellos. Por esta razón, Luis Miguel, y por el simple hecho de confraternizar con nuestro común amigo, La Quintana será su casa desde el mismo momento en que usted decida adentrarse en tierras astures. Así que le ruego que se sienta en ella.

Le confesaré que ando un poco apesadumbrado. He de reconocer que también me siento algo culpable por la actual situación de Emilio. Hace pocos días recibí una carta suya en la que me explicaba algunos problemas en los que yo, a causa de la distancia, no le puedo ayudar. Como ya le he dicho anteriormente, nuestro común amigo, además de ser uno de los eslabones principales por los que recuperé mi razón, es el responsable de que yo ahora pueda disfrutar de la libertad que tanto anhelaba cuando estuve internado en La Cadellada. En cierto momento requerí su ayuda, pues solo él podía sacarme del manicomio.

Bien, Emilio tuvo la deferencia de apartar todos sus quehaceres y obligaciones, acudiendo inmediatamente a mi reclamo. Se presentó en Oviedo de inmediato, y con la sutileza que le caracteriza, urdió unos argumentos más o menos falsos que le presentó al director del centro con esa agudeza tan propia de él. Por esta razón, y por otras muchas, estoy en deuda con él. Pero lamentablemente, no puedo trasladarme a Madrid para ofrecerle mi apoyo. La causa es que, además de que mi documentación no está en regla, temo que no pudiera salir indemne de un registro, y las consecuencias entonces serían fatales para mí. Por otro lado, creo que usted está en Madrid, así que quisiera pedirle que antes de partir hacia Asturias, si pudiera transmitirle unas palabras de ánimo de parte de este campesino, le estaría muy agradecido.

También, tengo que indicarle que dada la situación política, en Asturias no va a encontrar un paraíso. Cierto que La Quintana, además de mi hogar, es una especie de refugio que guarda el sosiego de cualquiera que haya podido regresar de una guerra que ha perdido. La casona está ubicada en un espacio alejado de la venganza de los que se sienten represaliados. Y con respecto a esto, me gustaría ponerle en antecedentes, pero me extendería considerablemente, y es preferible que haga por encontrarse con Emilio y que él le narre cierto episodio sucedido con el cura de Somiedo. Además del mencionado, el motivo principal de que no escriba sobre este respecto es que debo extremar mucho el cuidado con este asunto, pues aunque creo que está borrado todo vestigio que pudiera relacionarme con este pobre desgraciado, no quisiera que cualquier detalle aquí escrito pudiera caer en manos ajenas y se despertara nuevamente el interés. Aún así, me mantengo ojo avizor, pues lo ocurrido aun está presente en mis pesadillas.

Pero tengo el presentimiento de que éstas desaparecerán en cuanto usted ponga el pie en mi casa. Emilio piensa que mi soledad es la causa de todos mis males, y que su compañía nos beneficiaría a ambos. Por mi parte, paliaría este pesar y melancolía que siento por la reciente noticia del fallecimiento de mis padres. Pero no tema por lo del cura de Somiedo, Luis Miguel, ya que don Roque, el sacerdote de Marcenado que es gran amigo mío, ha ahuyentado a falangistas, guardias civiles y al clero de los bosques donde sucedió lo que le ha de narrar Emilio. Así que confío en que el transcurrir del tiempo se alíe con el olvido en beneficio de todos.

Antes de embarcarse a la aventura de esta convivencia, quisiera explicarle brevemente el mapa que adjunto a esta carta para que pueda hallar sin problema su próxima residencia. Cuando se adentre en la comarca asturiana, habrá de dirigirse a la zona costera central de Asturias. Marcenado del Moire limita al norte con el mar Cantábrico, y es el pueblo que ha de tener como referencia para llegar hasta La Quintana. La población se encuentra a un día y medio de camino desde Oviedo. Para ello deberá coger el tren de Avilés, y aunque la estación en la que ha de apearse queda apartada del de su destino, siempre hay carros que por unas monedas le pueden acercar hasta donde precise. Si decide hacer ese camino a pie, quisiera hacerle una advertencia que ha de tener muy presente. Si se encuentra con un par de labradores castellanos, y decide hacer una parada de descanso en su casona, no acepte ningún alimento que le pudieran ofrecer, y en especial una sopa de setas. Pasé por el trance al que me estoy refiriendo, y ese fue el comienzo de todas mis desdichas. Le hablaré sobre esto en nuestro encuentro.

Cuando vea que se está acercando usted a Marcenado, de ninguna manera atraviese el pueblo. Los lugareños indiscretos podrían desconfiar de un forastero y extrañarse al verle ascender por el cerro que conduce hasta la casona. Le he dibujado en el mapa un valle largo que conduce hasta las laderas, luego de avanzar por el estrechamiento, y después de tajar el desfiladero hasta llegar a un promontorio, podrá observar que se encuentra con las ruinas de una abadía. Siga ese camino sin miedo al bosque, pues aunque pudiera tener la sensación de estar recorriendo senderos infaustos, son espejismos que alejan a los curiosos de este trocito de libertad en el que vivo.

Como he dicho antes, Emilio tuvo oportunidad de pasar unos días en La Quintana y, aunque doy por seguro que ya se lo ha hecho saber, las temperaturas suaves tanto en verano como en invierno parecen ser beneficiosas para su dolencia. Tengo entendido que es usted un hombre de mundo, que ha recorrido, e incluso fijado varias residencias temporales en grandes capitales, y tengo mucho interés en que me cuente sus vivencias. Por desgracia, he tenido pocas oportunidades de viajar; tan sólo a lomos de Rocinante, o gracias a unos pocos volúmenes prestados de Julio Verne, hasta que hace unos pocos años, y a causa del estallido de la guerra, mi obligación para con la República me obligó a ver realizado lo que siempre me había prometido. Ver otras culturas, otras gentes, que, aunque afines por ser hermanas al encontrarse en la península, en ningún momento desmerecían unas ante las otras. Conocí a un vasco en el manicomio, a un ruso en Guadalajara, a algunos franceses en los distintos hospitales de campaña, y a varios romanos y alemanes en los distintos frentes.

Si hubiera de poner fecha al final del mundo del que creí que nunca llegaría a apearme, sería a mediados, quizá últimos de septiembre del treinta y seis. Aquel verano transcurrió como tantos otros, caluroso y apacible, tal vez en exceso. Ahora tengo la sensación de que ese día dejé atrás al joven ingenuo que ahora me cuesta reconocer. Cierto es que meses antes circularon por el pueblo las noticias de los desastres que acaecían en el resto del país, pero ¿Asturias? Desde los acontecimientos de 1934, estas tierras estaban tranquilas. Nunca pude imaginar que en el conflicto se vieran afectados los campesinos que no habían hecho otra cosa en su vida que labrar la tierra y cuidar del ganado.

Estábamos mi familia y yo tan ocupados con la cosecha que nunca llegamos a pensar que la guerra fuera con nosotros. Hasta que tuve que bajar al pueblo, con un saco para comprar pan para toda la semana en la tahona. Estaba cerrada a cal y canto. Marcenado se asemejaba a un pueblo fantasma y entonces supe que algo estaba sucediendo, o estaba a punto de suceder. Así que me acerqué a la iglesia, seguro de que don Roque sabría explicarme la situación. Cuál fue mi sorpresa cuando vi que todo el pueblo estaba ahí reunido, y tal sorpresa se acrecentó al observar que no era el cura a quien yo había ido a visitar quien hablaba desde el púlpito.

En su lugar se encontraba un hombre uniformado, entonces no supe de quién se trataba. Explicaba a los vecinos que estaba ahí con el objetivo principal de iniciar el reclutamiento de mozos de quintas. La razón era que las tropas nacionales estaban entrando por la tierra occidental de la provincia, que iban buscando Oviedo. Que había estado defendida por unos batallones asturianos e incluso reforzados por gente de Santander, y que incluso los vascos ya no podían hacer nada por nosotros. Partí de inmediato con los reclutados para participar en la batalla defensiva del Ejército Popular Asturiano en defensa de nuestra tierra. Pero como ya sabe, fue inútil. La historia de mi traslado hacia otros puntos de resistencia de España supongo que será igual que la del resto de los españoles.

Amigo Luis Miguel, cuando haya llegado a La Quintana y se haya establecido aquí, tendremos oportunidad de hablar sobre todo esto frente a sendos vinos calientes. Esperando que llegue ese momento, le deseo un buen viaje a ésta que es su casa.

Sin más, se despide el que ya es su amigo,

Dalmacio Argüelles Sella.

Carta 39: De Dalmacio a Luis Miguel
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