Las cartas

Carta 20: De Dalmacio a Emilio

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Asturias, 22 de febrero de 1941

Querido Emilio:

Ante todo quisiera agradecerte los pollos que encargaste al marchante de aceites. Fue una agradable sorpresa que me llenó de alegría y, como muy bien recomendaste, tengo la voluntad de conservarlos el mayor tiempo posible. Así que descuida, que aunque algún día tendrán el mismo destino que Floro, antes tengo la intención de degustar muchas tortillas a tu salud. Por el momento los he acomodado en un rincón de la planta baja, pues he de tener cuidado para que el cloqueo no pueda alertar a cualquier caminante que ande cerca de La Quintana y se adivine que hay vida en la casa. He de tomar muchas precauciones para que parezca deshabitada o abandonada y estar alerta, pues mi vida depende de todos estos detalles.

Comienzo la redacción de esta carta en algún momento de finales de enero, a casi un mes de este cautiverio al que las circunstancias me han abocado. Ahora sólo deseo que llegue a tus manos. Te contaré que los días transcurren y, aunque me niego a que se desvanezca la esperanza, debo confesar que hay momentos en los que tengo unos deseos irrefrenables de salir de la casona, mirar al bosque y gritar hasta desgañitarme. Sólo así podría sacudirme la opresión que me causa la soledad. Y es que hay algunos momentos, cuando supongo que se acerca el medio día y no puedo ver más que lo que alumbra la mecha de la lámpara de sebo, en los que me embarga una ira extrema contra alguien. Pero, ¿contra quién?

Días atrás, armado de mi razón, creí haber dominado mi alma para soportar la tortura que significa este encierro, y lo que está por venir. Pero son los ruidos, Emilio, esos que me dicen que no estoy solo en La Quintana y que no soy capaz de ignorar, los que minan mi cordura. Yo me digo y me repito con firmeza que no vienen de otro mundo, que realmente están emergiendo de algún rincón de mi cabeza que la razón no ha explorado, pero hay ocasiones en las que el miedo se sobrepone a mis esfuerzos y entonces respiro hondo, me encomiendo al Busgosu, el espíritu del bosque, y es entonces cuando de alguna forma me siento protegido.

En esta batalla me encuentro, amigo. Y mientras me aferro a la esperanza del pronto regreso de Don Roque, veo transcurrir los minutos como si fueran horas, las horas como si fueran días y los días como si fueran pedazos de una eternidad que camina despacio. A menudo, en la vigilia, supongo escuchar su voz al tiempo que golpea la puerta, le imagino nombrando a su Dios y rescatándome al fin de esta prisión que me está terminando de volver loco.

También quiero disculparme por las condiciones en las que estás leyendo esto, pues ando escaso de papel y tinta. He de confesar que a punto estuve de mutilar alguna página de El Quijote o de Las sergas de Esplandián, pero rápidamente me disuadí de esta ocurrencia; ni Cervantes ni Rodríguez de Montalvo, ni mucho menos Don Roque, que fue quien me prestó las obras, merecen tal falta de respeto. Así que, muerto de miedo y armado con el atizador, no tuve más remedio que registrar aquel cuarto contiguo al taller de la fragua, aquel que juré no pisar más a causa del episodio en el que escuché en el gramófono el Miserere de Teodoro Cuesta. Encontré entonces un libro de contabilidad en una vieja cómoda que apenas se sostenía con tres patas, y que debió de ser de mi bisabuelo Amancio, ya que venían escritas cifras pertenecientes a las antiguas ventas de telas y lanas para colchones. Tuve la suerte de que la última docena de páginas del volumen son vírgenes y sólo aparecían las palabras “debe” y “haber”, y están dispuestas para narrarte mis penas. Ya resuelta la base donde alojar estas letras que estás leyendo, pudiera ser que encuentres algún inconveniente a la tinta que utilizo. Habrás podido observar que, a diferencia de mis anteriores cartas, el color de mis palabras se ha tornado sepia rojizo, y es por una receta de tinta que fabriqué con polvo de nogalina y para la que aún no he encontrado la perfecta proporción en la mezcla con el resto de los ingredientes.

Lo que quisiera narrarte ahora, amigo Emilio, me ha traído de cabeza la última semana. Se trata de un acontecimiento que está más allá de lo que hubiera podido imaginar esta cabeza que a veces deja de distinguir los ensueños de la verdad que la rodea. Tan afrentoso resultó lo ocurrido, que hasta hace un instante he dudado de si debía darte conocimiento de ello. Pero he discurrido que aquí, entre estas cuatro paredes que conforman mi cautiverio, este episodio no debe quedarse sólo como un mal recuerdo que ha de morir conmigo. Y si en tu próxima carta quisieras referirte a lo que estás a punto de leer, estaría muy agradecido de escuchar tus ideas, ya que estoy seguro de que me serían de gran utilidad para encontrarle lógica a este asunto, que nunca debió de haber sucedido.

Los ruidos a los que me he estado refiriendo, y que me propuse ignorar, tomaron el otro día una variante nueva. Normalmente suceden al mediodía, así que, como muy bien me aconsejó Don Roque, trato de dormir durante ese tiempo, pues es la mejor manera de obviarlos. Releía algunos pasajes de la obra de Rodríguez de Montalvo cuando mis oídos sintieron pasos a estas horas desacostumbradas, y juro que traté de no tomarlos en cuenta. Primero fueron unos murmullos casi inaudibles, que mi imaginación no quiso considerar como procedentes de una conversación, pero eran un intercambio de palabras entre dos seres humanos, no corrientes de agua como yo hubiera deseado, o el viento o las hojas de los arboles con su ruido blando o apacible. Entonces agucé el oído para despejar cualquier duda y efectivamente, había alguien fuera, a la entrada de la casona, hablando entre dientes, y como pude adivinar, manifestando queja o disgusto por algo, según supuse en un principio. La conversación fluyó durante los minutos que parecieron una eternidad. Yo sólo deseaba que eso no estuviera sucediendo, pero las voces se alzaron en alboroto hasta que por fin llegaron a mi entendimiento.

Hablaban de un ausente, de Don Roque, creí entender.

Cuando estuve completamente seguro de que no era mi imaginación materializando mis peores pesadillas, apagué la lámpara de sebo, y ya envuelto por una obscuridad absoluta, visualicé todos y cada uno de los rincones de la casa en los que podría ocultarme si llegara el caso de que pudieran entrar y efectuar un registro. Maldije. Me maldije a mi mismo por no haber previsto una salida rápida en la planta baja de La Quintana por si tuviera que huir y perderme en el bosque. En tal caso, acudiría al amparo del que siempre creí que guardaba mis pasos desde niño. Y estuve seguro entonces de que lo encontraría, podría reconocerle por sus espesas cabelleras, sus patas de carnero, y los cuernos en su cabeza. Siempre pensé, incluso en las trincheras, que el Busgosu se pondría frente a mí con su traje y sombrero verde para señalarme el camino opuesto a la muerte.

¿Y en el supuesto de que me descubrieran? En tal caso podría argumentar una condición de vaqueiro, exento de cualquier vinculación política, y afirmar que mi persona se rige sólo por una mágica comunión con la Naturaleza. Podría decirles que pertenezco a una casta de pastores habitante de las brañas y que, por desconfianza, me mantenía apartado de los labriegos vecinos, y mientras esperaba la llegada del verano no había tenido otra opción que guarecerme en lo que creí que sería una casona abandonada, para trasladarme con el buen tiempo a los pastos de las mesetas castellanas.

El tren de argumentos que imaginaba para salvar mi vida descarriló con el golpe propinado en la puerta principal. La habían derribado, y mi primer impulso entonces fue el de dirigirme al último piso, a un ático retranqueado cuyas vigas podridas no garantizaban que no acabase de nuevo en la tercera planta. No, aquello no era buena idea. Tenía muy presente que los dos individuos que acababan de introducirse en la casa la creían deshabitada, y no debía arriesgarme a que un mal paso les alertara de mi presencia. Y fue cuando ocurrió algo que nunca pude haber previsto. Lo que minutos antes fue un murmullo en la puerta de la casa, ahora, en el interior, se había transformado en una sucesión de voces altas, de trato áspero. Las voces de los hombres se habían enzarzado en una discusión. Entorné entonces la puerta de mi cuarto para tratar de escuchar lo que decían, y al principio, lo que parecían ser reproches o acusaciones disidentes entre ambos, quedaron eclipsados por los cacareos de los animales sueltos. Quise entonces tener la suerte de que se tratara de dos maquis que el hambre hubiera traído hasta La Quintana, cabía esa posibilidad. Y si así fuera, estaba salvado. Sólo tendría que esperar a que desvalijaran la casa, y podría seguir con mi cautiverio en espera de que Don Roque me liberara con su regreso.

El intercambio de palabras entre aquellos dos hombres continuó sucediéndose: uno maldecía a la iglesia, el otro arremetía contra el bando republicano y se mofaba de la derrota. Hablaban de venganza y de la satisfacción que se estaba tomando por los daños recibidos. Uno, el que tenía la voz más grave, el que gritaba de un modo imperativo, pronunció un nombre que me dejó paralizado: Covadonga. El nombre de mi hermana me sumió en la perplejidad. Le preguntó por dos ocasiones al que supuse un republicano dónde se escondía, y juraba que buscaría a mi hermana hasta en el infierno si era necesario. Las amenazas se sucedieron y las voces superpuestas dejaron de nuevo de ser comprensibles para mí. Al momento, después de un silencio escuché un golpe seco. Luego sólo oí el cacareo de los pollos, y entonces supe que algo había pasado. Supe que alguno de los hombres podría haber muerto.

Sólo escuché los sonidos de un bulto siendo arrastrado, y después, silencio. Pasaron los minutos y nada, no escuché ningún ruido que pudiera sugerirme lo que pudiera estar sucediendo. Transcurrieron horas, oscureció, y mi inquietud se acrecentaba con mi incertidumbre. Así que después de dar vueltas por mi cuarto, pensando en todas y cada una de las variantes de lo sucedido y de lo que pudiera suceder, tomé la decisión de bajar hasta la planta baja y de salir fuera si era preciso. El nombre de mi hermana pronunciado por uno de aquellos dos hombres había desmontado cualquier supuesto que yo pudiera imaginar. ¿Qué estaba pasando? ¿Quiénes eran aquellos dos individuos? No sólo aquella incógnita había hecho que me replanteara la supervivencia de mi familia, sino que también albergué la esperanza de que, si así fuera, algún día podría reunirme con ellos. Y este pensamiento me dio las fuerzas para dirigirme hasta la entrada de la casa.

Ahí estaba, boca abajo con el cráneo torcido, sobre los tres escalones que daban paso a la puerta principal, el cuerpo de uno de aquellos hombres. Espanté los pollos, que andaban cerca del cadáver, y decidí no hacerme preguntas sobre lo que había sucedido. También determiné que no había de preocuparme por el que le arrancó la vida, pues lo más probable y lógico era que ahora estuviese lejos. Estuve tan seguro de que el tiempo me daría una respuesta sobre todo aquello, que me limité a coger a aquel pobre desgraciado por los pies y arrastrarlo más allá del sendero que encamina a la casona. Ya en el bosque, con la única compañía de los ruidos de la noche, cavé una fosa, tarea que me ocupó varias horas. Mi intención era que, al igual que el recuerdo de lo ocurrido, quedase profundo en la tierra. Después di la vuelta al cadáver, y antes de enterrarlo con la misma pala que lo había matado, la luz de la luna me dio la oportunidad de ver su rostro. No lo reconocí, pero el alzacuello reveló que se trataba de un sacerdote. Probablemente se trataba de Don Sebastián, el que suplía la ausencia de Don Roque, y si así era, el infierno le ha dado el mejor de sus castigos. Por la mañana, fregué la sangre de los escalones.

Todo son incógnitas para mí, Emilio. Primero la presencia de aquellos hombres que han venido hasta La Quintana para resolver sus asuntos, después el nombre de mi hermana pronunciado por uno de ellos y por último, y ya para terminar de desconcertarme, y estoy seguro de que a ti también, puesto que te vincula de alguna manera con todo este asunto, te sorprenderá saber que el cura tenía en su poder una carta tuya, abierta, la que me escribiste con fecha de 31 de enero. ¿Se la habría dado el marchante de aceites por no encontrar en la iglesia a Don Roque? Tenemos que tener cuidado, amigo, el destino ha querido que esta carta dirigida a mí haya acabado en manos de quien no debe. Has de saber que el difunto don Sebastián la leyó y supo de mi existencia y de la tuya por el escrito. Gracias a que ha muerto las cosas seguirán fluyendo como hasta ahora. O eso espero.

Ahora intentaré descansar. Para mí ha supuesto un esfuerzo enorme recordar todo esto para hacértelo saber. La lectura de los libros de caballería y tus cartas me están ayudando a distraer mi cabeza de los sucesos que estoy seguro, de seguir pensando en ellos, terminarían por despojarme de la poca cordura que me queda.

Te deseo lo mejor en tu nueva residencia en Madrid, y que la fortuna te acompañe en todo momento, a ti, a tu familia.

Atentamente, tu buen amigo que te aprecia,

Dalmacio Argüelles Sella.

Carta 20: De Dalmacio a Emilio
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