Las cartas

Carta 18: De Águeda a Emilio

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Madrid, 5 de febrero de 1941

Estimado doctor Pérez-Olivares:

En primer lugar quisiera reiterarle mi agradecimiento por haberme hecho el grandísimo favor de hacerle llegar mi carta a mi queridísimo hijo Luis Miguel. Aunque no he recibido respuesta, sé por mi portera que cumplió usted con la misión que le encomendé. Gracias, amigo mío. Porque es de amigos hacer el bien por alguien a quien apenas se conoce y con quien ni siquiera se comparte la manera de ver el mundo y la vida.

Recibo de manos de Jacinta su carta y no puede usted llegar a imaginarse lo feliz que me hace ni lo oportuna que es. Le hablaría de milagro si no fuera porque sé que ustedes no creen en esas cosas. Es como si de pronto viera una luz al final de esta oscura travesía que está siendo encontrar a mi hijo, la luz de la esperanza. Me pregunta usted si mi marido está de viaje en el extranjero y, por lo poco adecuado de la pregunta (no se lo tome a mal pero no viene en absoluto al caso) intuyo por dónde van los tiros y no puedo sentirme más feliz. Pero abandone ya su discreción, que no hay que seguir fingiendo, que Luis Miguel no corre ningún peligro, por lo menos que emane de la figura de su padre. Ahora mismo le explico todo para que lo entienda.

Me es muy doloroso contarle que los médicos me han diagnosticado tuberculosis en un estado bastante avanzado, tanto que no creen que la supere. En unos días marcho a un sanatorio en la sierra para pasar mis últimos días en este mundo. Aunque mi familia sigue insistiendo en que voy a ponerme bien, yo sé que no, que me consumo lentamente. Y lo sé porque he visto a muchas personas apagarse a causa de la maldita tisis. La familia Luján, a la que estuve llevando alimentos durante un tiempo, pereció entera bajo su azote, los padres y los tres hijos pequeños. Una verdadera pena, porque los niños eran aún muy chicos y los padres jóvenes, pero la voluntad del Señor es incuestionable. Fue el padre el que se trajo la enfermedad de la Prisión Provincial, adonde fue a parar por rojo. Ellos fueron quienes me la transmitieron a mí, pero no les guardo rencor; les ayudé por caridad cristiana y es como cristiana que acepto lo que Dios me mande sin rechistar. Socorrerles era mi deber.

Me dirá usted, que de esto sabe mucho más que yo, que la enfermedad tiene cura, eso también lo sé. Pero me temo que en mi caso está demasiado avanzada. Eso sin contar que he perdido las ganas de vivir, que poco a poco se me agotan las fuerzas y ya casi me he hecho a la idea de que no volveré a ver a mi amado hijo. Pero si Dios así lo quiere, que así sea. Seguramente es mi justo castigo por no haber estado a la altura y haber sido incapaz de impedir que mi familia se haya resquebrajado y que las cosas se hayan complicado tanto para nosotros. Maldita guerra…

Lo que le voy a decir ahora le va a parecer extraño pero, al mismo tiempo, esta enfermedad ha sido providencial. Es así como lo siento en mi fuero interno. Mi esposo, del que no me cabe duda que me ama al igual que ama profundamente a su hijo, ha cedido al fin a mis deseos. Lo que no han podido las súplicas ni las lágrimas, ni siquiera el dolor por la ausencia de Luis Miguel, lo han podido las fiebres, los sudores, la pérdida de peso y, sobre todo, la sangre. Si llego a saber que el efecto de mi enfermedad sobre él sería este, le aseguro que no le hubiera ocultado lo mal que me sentía. Es más, hubiera corrido a mostrarle desde el primero de mis esputos sanguinolentos como se muestran los estigmas de la fe.

Mi marido, un buen hombre como le digo, alarmado por mi enfermedad y conocedor de mis deseos de ver a nuestro hijo, rápidamente se ha puesto en marcha; tan rápidamente que su celeridad confirma mis sospechas de que mis días en este mundo de padecimiento se acaban. Le han bastado unas llamadas para mover sus contactos en el Ministerio. Me consta que les ha hecho creer que su intención es ofrecer su ayuda para que finalmente puedan apresar a Luis Miguel y traerlo de vuelta a España, aunque en realidad lo único que desea es conseguir que podamos vernos y abrazarnos antes de que yo me vaya definitivamente.

Por sus contactos supimos que Luis Miguel había dejado París y se había trasladado a Roma, donde está viviendo. Sin perder un segundo, mi esposo puso rumbo a la Ciudad Eterna adonde viajó acompañado de Joaquín Urrutia, el abogado de la familia, que es además un fiel amigo desde hace muchos años. Este es el viaje por el que usted me pregunta, ¿no es así? La suerte ha querido que hayan podido localizarlo y hasta me consta que les han dado razón de él en un club romano. Pero no han conseguido verle, y mi esposo teme que nuestro hijo se haya sentido perseguido y haya huido. Con sus influencias, estoy segura de que podría volver a encontrar su rastro, pero como le digo, amigo mío, no me queda demasiado tiempo.

Por esto le pido una vez más, aprovechando que usted se dirige a mí, que me ayude, que escuche los lamentos de esta pobre madre, vieja y enferma, que necesita volver a ver a su hijo antes de partir en paz hacia el Reino de Dios. Por favor, don Emilio, dígale a Luis Miguel, a usted que es su amigo le escuchará, que se ponga en contacto con su padre, que regrese a casa, que no me deje morir sin haber visto una vez más la luz de su sonrisa. Adjuntas a esta carta le envío las señas del contacto al que deben dirigirse usted o mi hijo en caso de que él quiera contactar directamente con su padre, que sigue en Roma intentando verle. Le ruego una vez más que me disculpe una por pedirle algo tan comprometido y arriesgado.

Aprovecho esta oportunidad para felicitarles a usted y a su esposa por esos hijos que Dios les ha dado. Cuídenlos mucho y disfrútenlos mientras puedan, que ya vé cómo de cruel es la vida, que nos los acaba arrebatando. Reciba un saludo de su segura servidora, y, aunque no me alcanza el tiempo para agradecérselo como es debido, sepa que allá donde vaya seguiré en deuda con usted, de corazón, por todo el bien que le ha hecho a esta familia.

Con mi eterno agradecimiento:

Doña Águeda Castillejos, señora de Herranz

Carta 18: De Águeda a Emilio
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