Las cartas

Carta 7: De Dalmacio a Emilio

0 Comentarios Imagen Carta 7

Asturias, 16 de septiembre de 1940

Mi estimado amigo Emilio:

No puedes ni imaginar la alegría que me produjo recibir tus letras, pues aunque siempre te tengo presente, lo cierto es que pasado un mes ya perdí la esperanza de que la que redacté el pasado julio, justo en la misma noche en que llegué a mi casona de Asturias, llegara hasta ti. En cuanto tuve tu carta en mis manos, imaginé toda clase de dificultades que habría pasado hasta al fin tenerla en mi poder.

Te diré algo: no te quitaré la razón si piensas que he perdido la cabeza, pero una vez roto el lacre bermellón, podría jurarte que del interior del sobre se desprendieron los inconfundibles aromas de los platos de tu tierra. No me avergüenza confesar que pudiera ser la necesidad, pero mi olfato pudo apreciar todos y cada uno de los ingredientes de aquel cordero guisado del que me hablaste tantas veces en el hospital, aquel que levantaba a los muertos; el azafrán, el vino blanco, el huevo, el tomate. Incluso después, aireando las páginas con tus noticias, percibí el leve aroma de las almendras tostadas del mazapán.

Sí, querido Emilio, la sopa de cebolla y mondas de patatas es lo que últimamente me mantiene en pie. El hambre obliga a mis sentidos a fantasear, incluso con bocados que nunca he probado. ¿Recuerdas aquella historia sobre el concejal republicano del Ayuntamiento de Toledo que se fugó a México? Algunas veces pienso si no habría sido mejor seguir los pasos de su decisión y arribar al puerto de Veracruz desde Francia, y acudir al amparo que el presidente Cárdenas propuso a los exiliados españoles. Pero no, amigo, estoy divagando. Un descendiente de los astures es difícil que sobreviva mucho tiempo lejos de sus tierras. Y como muy bien dices en tu carta al referirte a “que la tierra nos necesita”, en mi caso no es sólo eso; mi vínculo con Asturias está tan amarrado, que ninguna otra razón podría nunca variar este sentimiento.

Tampoco quisiera que te llevaras una impresión equivocada de mí y de mi situación. Yo, como el resto de los supervivientes de la guerra, no nado en la abundancia, pero lo que me ofrecen los bosques, y una pequeña huerta que da más trabajo que hortalizas, apagan los ruidos de mi estómago. Y sé que no he de quejarme; es más, intento en cada momento armarme de mi templanza, la más soberbia de las cuatro virtudes cardinales. A veces, con el uso excesivo de los sentidos logro sujetarla a la razón, y consigo domarla para que modere mis apetitos.

Habrás de disculparme pues hay momentos, como ahora, en que me dejo llevar sin concierto ni propósito. Pero enseguida levanto el ánimo al reconocer mi suerte, y por esta razón no puedo evitar haber tenido una sensación de insolidaridad contigo. Me estoy refiriendo al tiempo en que pasaste en Betanzos, y a lo que debiste haber sufrido en aquel campo. Sólo de pensar en el infierno que atravesaste, hace que las mondas de patatas y la leche aguada se conviertan en todo un manjar inmerecido para mí.

Gracias, amigo, por ponerme los pies en la tierra con tus nuevas, pero también has de comprender que estoy encerrado en un entorno que, aunque no es demasiado hostil, sus límites sí lo son. Estoy preso dentro de unas lindes a las que no debo acercarme, y si alguna vez lo hago, podría tropezar con el peor de los infortunios, y en el mejor de los casos iría a parar a cualquier penal de los cientos que el Caudillo ha levantado estos años. Puedo entonces imaginarme corriendo la suerte de tu vecino Manuel Vega Mejía en el Penal de Ocaña, sometido, a base de golpes, a esa absurda reeducación religiosa y patriótica. Y si así fuera, y he de serte sincero, preferiría mil veces dejar este mundo que tan pocas satisfacciones me está dando, a sentirme preso y sometido.

Emilio, siento haber comenzado mi carta de esta manera, y aunque es posible me haya dejado llevar por este impulso derrotista, no quisiera causarte preocupación, o que te aflijas por lo que estás leyendo. Mi situación no es distinta a la de millones de españoles. Esta tendencia a propagar el desaliento no es propia de mí, y tú lo sabes. Pero es una mala época, en la que cada día se me hace más difícil de afrontar que el anterior, y puedes estar seguro de que para mí, en este momento, estas líneas son un valioso desahogo que necesito. Créeme si te digo que comunicarme contigo está siendo una buena terapia.

Cuando en tu carta leí que esperabas descendencia para octubre, fue inevitable dibujar una sonrisa. Necesitaba una noticia como esa para reafirmar mi esperanza, la tuya, y la de todos los que confiamos en que esta situación no puede ser eterna. Mi más sincera felicitación para los dos.

Cuéntamelo todo, ¿qué nombres habéis barajado para la criatura? ¿Pensáis tener más descendencia? He de confesarte que te envidio por ese regalo que la providencia ha decidido otorgaros, y tengo la certeza de que, aunque vuestro hijo viene a un país roto, la justicia divina le tiene dispuesto para recibir algo grande… Por el momento tiene unos padres desbordados de cualidades morales para con sí mismos, y sobre todo bondad para su entorno y para sus amigos. Estate seguro de que el honor trasciende a las familias, y vosotros sois el mejor ejemplo de ello.

Ahora quisiera reparar los sueños incesantes que tuve en el hospital, porque nada ahora se asemeja a lo que entonces esperaba para después de la guerra.

Pero comenzaré por el principio.

La casona donde vivo está tal vez a seis kilómetros de Marcenado del Moire, que es el pueblo más cercano, y para llegar hasta él, tengo que serpentear por los caminos y las veredas estrechas que me alejan tanto de la costa, como de los espacios de la tierra llana, aquellos que en tiempos de haberes fueron de ganado y labrantía. Allí, en la iglesia que guarda mis sacramentos continúa el padre Don Roque, un cura que carga ya ocho decenas en su espalda, y aunque pudiera parecerte extraño, siempre fue partidario de la libertad individual y social, esa que tanto tú como yo llevamos amarrada desde la cuna en nuestras almas. Él fue quien me dio tu carta cuando yo ya había perdido la esperanza de tus noticias. Por lo que me contó, a mediados de agosto un viajante de aceites interrumpió su viaje hacia tierras cántabras y, por fortuna, fue a Don Roque al primero que preguntó por mi paradero. El cura me dijo que le respondió hablando bien alto que no sabía nada de mí desde que terminó la guerra, e incluso subrayó que cabía la posibilidad de que mis huesos estuvieran descansando mas allá de la tapia de vete tú a saber cuál cementerio. Después, antes de que el viajante marchara a Santander, el cura se arrimó a su oído para susurrarle que si alguna otra vez llegaba otra misiva para mí, sólo debía entregársela a él, no debía hablar con nadie más. Y que tuviese cuidado de que no fuese jueves, pues ese día es en el que la Guardia Civil instalaba en Marcenado del Moire un cuerpo de información al que acuden los nacionalistas de los alrededores para acusar a los republicanos.

¿Comprendes ahora mi situación? He de dar gracias a que la casona está oculta entre un laberinto de hayedos, abedules y robles. No es fácil llegar hasta ella si no conoces los páramos, y los que no los conocen no suelen aventurarse en cruzar mas allá de la ermita en ruinas que hay a pocos kilómetros. Además, ya cuento con que Busgosu, el señor del bosque y de todo lo que habita en él, el orbayu y las nieblas espesas reforzarán mi protección ahora que llega el otoño. En una de las pocas visitas que hice al pueblo después, Don Roque me puso al corriente sobre algunos altercados que van sucediendo, y ya le dije que prefería mantenerme ignorante a las noticias de los vecinos desaparecidos.

Y respecto a este asunto quiero hablarte.

Cuando llegué por fin a mi casona, me recibieron mis padres y hermana con el júbilo que supone un reencuentro. Fue el momento ansiado y entrañable que tan vehementemente deseé mientras estuve fuera, aunque ahora tengo un recuerdo extraño de aquello. Mi padre y yo fumamos picadillo de rama de acacia para saciar la abstinencia en la arquería del soportal, y… tengo grabadas en la mente todas y cada una de las palabras que intercambiamos. Él, detrás de cada calada parecía encontrar el remedio de nuestros males, y yo, el valor necesario para narrar los desastres que viví en el frente. Sé que dulcificó, al igual que yo, algunos sucesos porque revivir los horrores es vivirlos de nuevo.

Después de cenar pan de higo y degustar un tapón de coñac que consiguió de la organización del Socorro Rojo, subí a acostarme. Redacté la carta que te envié en julio, y mecido por los ruidos de la noche veraniega asturiana, me dormí con los pensamientos puestos en el futuro. Un futuro que se truncaría pocas horas después. Tras la llamada del gallo paseé por la casa, pero nada, ni rastro de ninguno de mi familia. Al principio, sin la preocupación que tengo desde entonces, imaginé que se podrían haber acercado al pueblo, e incluso bajé hasta él a media mañana, y tras saludar a Don Roque y entregarle mi anterior carta, le pregunté por ellos. El cura no sabía nada ni de Herminia, la novia que dejé aquí guardando mi ausencia, ni de Madre Brígida ni de Padre Colás, desde hacía poco más de un año.

Me contó que sus ausencias en las misas habían colmado el límite de su preocupación así que empleó toda una mañana en enfrentarse a la vereda y así calmar su desasosiego. Y una vez allí, lo único que encontró fue un gallo flaco al que le costaba mantener los visos irisados, unos surcos que algún día fueron una huerta, y una casona sin un alma. Emilio, comprenderás que estoy en un sinvivir desde entonces. Rememoro una y otra vez el reencuentro que tuve con los de mi sangre aquel 18 de julio, y este tiempo de incertidumbre está minando mi existencia. En mis sueños sólo están ellos, Padre Colás fumando picadillo de acacia y Madre Brígida con mi hermana limpiando la fragua. Busco constantemente por la casona cualquier mínima señal que pudiera llevarme hasta sus paraderos, pero nada: las respuestas siempre son los idénticos silencios del día anterior.

Por las tardes, antes del ocaso del día, cuando los bosques se amparan en sus sombras y se visten de reino para amparar a Busgosu, invoco su ayuda con la esperanza de que susurre alguna respuesta que calme mi angustia. Pero él, o no está todo lo atento que debiera a mis súplicas, u ocupa todo su tiempo en las funciones que le están encomendadas. Le supongo entonces vagando por sus dominios y haciendo las veces de protector de los árboles de los leñadores, y de los animales de los cazadores. Pero, no obstante, guardo la esperanza de que cuando Busgosu haya guiado hasta su hogar al último temerario que haya osado pisar su corte, repare en mis rezos para apiadarse de esta desgracia que ya dura sesenta días.

Aquí me despido, mi querido Emilio. Te imagino angustiado por esta situación que me arranca un poco de alma cada día, pero no te preocupes por mí. Tengo la entera confianza de que por algún rincón de mi pena saldrá algún día el sol. Tengo paciencia y esperanza, que como muy bien reza el dicho, es lo último que ha de perderse.

Mi más sincera gratitud y mis mejores deseos para mis amigos de Toledo.

Dalmacio Argüelles Sella.

Carta 7: De Dalmacio a Emilio
0 votes, 0.00 avg. rating (0% score)

Deje un comentario